Una
mañana cualquiera de un día cualquiera un tipo cualquiera se
despierta tendido sobre su cama por el estruendo que escupe su
despertador, se incorpora sentándose con los pies apoyados en el
suelo, abre el primer cajón de la mesilla y aun con los ojos pegados
enciende un cigarrillo. Ha comprendido de una vez por todas que si
vivir tiene sentido morir también, y en caso de que no lo tenga,
¿qué le impediría entonces saltar por el balcón? No es una opción
que le interese, vive en un tercero, de hecho ni siquiera sabe lo que
quiere, porque carece de toda ilusión y ni siquiera la tiene por la
muerte. Él quiere poder querer y querer querer, pero ya no quiere
absolutamente nada. Y se pregunta, ¿cómo iba a ser la muerte algo
digno de evitar si tantas personas buscan en ella la liberación?
Se levanta, comienza a
vestirse cuando todavía no ha amanecido, la noche es fría y él
también. A duras penas se dirige al baño tambaleándose, con mucho
vigor y poca puntería empapa su cara sobre la pila del lavabo con
contundentes puñados de agua, en tiempos pretéritos se habría dado
una ducha, pero ahora el hedor que rezumaba de sus axilas no parecía
ser trascendente para él. La resolución satisfactoria de un nuevo
día nunca se sintió tan lejana, el mundo es un lugar sin colores
para alguien que sólo puede ver escalas grises.
"¡Ah, Christian!
¿En qué te has convertido?". Padre y cabeza de familia, bajo
el peso de las obligaciones Christian aguanta el chaparrón suturando
su odio hacia sí mismo. Él tiene una casa grande, una esposa que le
idolatra y unos hijos que sacan buenas notas, por eso no se soporta,
posee todo lo que en teoría hace feliz a un hombre, pero toda regla
tiene sus excepciones.
Desayuna
una manzanilla y un par de magdalenas a toda prisa como si fuera un
animal de granja, no come, engulle. Para él no es más que un
trámite, comer es necesario para no desfallecer durante una
agotadora jornada de trabajo, para evitar ardores monumentales como
pirámides. Abrocha el último botón de su camisa, coge su maletín
y las llaves del coche y cierra la puerta suavemente para que ni sus
hijos ni su mujer se despierten. El cielo está nublado, hoy volverá
a llover y no ha cogido paraguas. Inserta las llaves en el contacto,
la maquinaria cobra vida y Christian se dirige al trabajo, a ese
purgatorio de miradas vacías, de clientes insatisfechos y excedentes
a los que nadie da salida. La empresa va mal y hay que reducir
plantilla, ya han despedido a varios empleados como él, su momento
está cerca, lo huele. Christian mira a su jefe, lo contempla como el
negro que observa al capataz de la plantación. Querría ser como él,
desearía tener un traje mejor, un coche más caro y una mujer más
joven, pero se pudre en el mismo puesto desde hace quince años.
Regresa
al confort del hogar a la hora del almuerzo, su hijo menor no quiere
comerse la verdura y discute con la madre, Christian le insta a que
se trague de una vez esa mierda. Se deja caer en la cama como un
torso sin vida revotando en el colchón, ni siquiera almuerza,
prefiere dormir porque en menos de un par de horas le toca volver al
curro. Logra conciliar el sueño entre los gritos que su esposa lanza
al viento como una perturbada, no importan las paredes ni las
puertas, él sigue escuchándola. Hubo una época no hace tanto en la
que ella, Sara, era una joven inexperta en el amor, con las mejillas
rosas y un buen culo prieto, con un sentido del humor que haría
destornillarse al propio mártir en la cruz. Ahora Sara no era más
que una amalgama mal entendida de lo que fue años atrás, ¿qué fue
de sus chistes, de su necesidad por ver lucir una sonrisa en los
labios de su esposo, de su grandilocuencia para disfrazar malas
noticias en pequeños altercados? Todos aquellos detalles se habían
esfumado en la penumbra del tiempo. ¿Cuándo cambió todo?, ¿en qué
momento su Edén particular se había transformado en el infierno de
Dante?
Vuelve
al trabajo y se queda haciendo horas extras, de regreso pasa por
delante de una tienda de instrumentos musicales ya cerrada. A través
del cristal transparente del escaparate observa una guitarra
eléctrica que permanece inmóvil de pie apoyada en un soporte, luce
brillante y frágil. Examina sus recuerdos por medio del instrumento,
cierra los ojos y ve imágenes proyectadas en formato Super8 en las
paredes interiores de sus párpados de sí mismo improvisando en un
garaje con su banda, tocando en un cuchitril sucio y poco
alumbrado... Se lamenta de no haber exprimido cada momento, de dejar
los buenos tiempos correr y contemplar con pasividad a su vitalidad
marchitar. Se arrepiente, pero arrepentirse no es más que un acto de
rectificación tardío, y lo que ya ha pasado no se puede cambiar,
tan sólo las repercusiones de aquello que aparentemente hicimos mal.
Sin embargo aunque esto debería librarle de todo peso ese es el
motivo fundamental por el que mira atrás con recelo y esgrimiendo
leves sonrisas pensando en los pudo ser pero no fue. Pero él sabe
que el tiempo no sólo desmiembra recuerdos para hacerlos más
acogedores e idílicos inclinando aún más la balanza a favor de la
nostalgia, sino que también trastorna drásticamente la resolución
de nuestros actos e intereses. Así que enciende un cigarrillo y lo
comparte con el viento mientras camina en dirección a su coche.
Una
mañana más Christian se despierta antes del amanecer, emerge de su
capullo de sábanas sudadas y se dirige al trabajo, después vuelve a
casa, come algo si le da tiempo y duerme una breve siesta para
enseguida volver a sus obligaciones. Día tras día sin tregua,
incluso en los fines de semana tiene que hacer esfuerzos extras para
la empresa. Esa empresa, ah, que le ha tenido tantos años sentado en
la misma andrajosa silla, en el mismo destartalado escritorio con un
ordenador desfasado y bolígrafos que no escriben, rodeado de
oficinistas necios que no ven nada más allá de sus nóminas, de
secretarias rechonchas que chismorrean a sus espaldas acerca de su
mal aspecto. Para el negocio él no es más que mano de obra, un
simple peón de un gran ajedrez, ni siquiera es relevante, podrían
despedirlo y colocar a un pazguato como él en menos de una semana.
El tipo que lo sustituyese podría ser incluso más feo y más tonto,
lo suficiente hasta como para pagarle menos. Por eso él sabe que
aunque no valga nada, que aunque la noticia de su dimisión no fuera
lo suficientemente trascendental para su jefe como para esgrimir
siquiera una mueca de descontento en su arrugada tez, no podía dejar
el trabajo. Sí, Christian era un pobre esclavo.
Y
como si fuera poco, como si la arrogancia de su destino no fuera ya
lo bastante irritante, se ve forzado a lidiar a diario con las
expectativas no cumplidas y con los impulsos reprimidos. Qué bello
sería, ¿verdad?, estampar la enorme cabezota del jefe contra sus
zapatos, hacer fracturar la nariz de aquel compañero que se mofó de
él por las grandes marcas de sudor en su camisa que asomaban desde
las axilas, ¿verdad? Cuando está en la calle caminando a toda prisa
dando empujones y también recibiéndolos del resto de individuos
estresados ya ni siquiera sabe si va o viene, si acude o regresa. Se
cruza con esos exitosos hombres de negocios, con sus cigarrillos
entre los dedos, sus dientes relucientes y carteras llenas de
billetes y tarjetas de crédito. Los ve montar en sus deportivos de
alta gama, consultar la hora en sus relojes suizos, tomar café a la
salida de esos grandes edificios lujosos, conversar entre ellos
mientras ríen. Él desearía tener todo aquello, que todos a su paso
giraran la cabeza y sintieran en sus pechos la misma ansia que él
siente cuando tiene tan cerca y a la vez tan lejos aquello que
necesita con fervor.
Christian
es preso del consumismo, está encerrado en un sistema creado
únicamente con el fin de someter, que basa su poder en un simple
juego: el consumismo. Dentro del mismo sistema económico la deuda y
los intereses juegan el papel fundamental que ayudan a esclavizar a
la gran mayoría, a toda esa multitud de personas normales y
corrientes que cada mañana se levantan y acuden al trabajo para
poder vivir, porque en dicho juego las reglas son simples: si no
tienes dinero simple y llanamente te mueres. Pero efectivamente
Christian no tenía ni la más mínima idea. También es extorsionado
por la publicidad, ella le dicta sus gustos y necesidades, sus
preferencias y pensamientos. El sistema monetario basa su progreso en
la competencia individual, pero el progreso no tiene cabida en una
sociedad enfocada al individualismo y el aislamiento. No había vía
de desarrollo, el peso del sistema caía sobre los hombros de
infelices como él con la intención de oprimir, domar, sojuzgar al
hombre... Christian es un pobre diablo más, pero sueña con alcanzar
un statu quo elitista. Jugar al golf, ir de tiendas
sin preocuparse por el dinero, tomar té los domingos. Esas cosas.
Una
mañana idéntica a las demás, perdida en mitad del mes una vez más
Christian se despierta muy temprano. ¿Será esta la última? Se
dirige al trabajo, pero no tiene un buen día. Pincha una rueda en el
camino, llega tarde y para colmo su jefe le grita delante de toda la
oficina por algo, algún motivo que suscitó en el rechoncho señor
Pascual su ira, pero Christian era ajeno a eso. Tal vez se debía a
su nefasto aspecto, a que nunca tenía conversación con el resto de
compañeros o a que simplemente olía mal. Nadie en la oficina le
soportaba, nadie quería tomar café con él mientras charlaban. Era
un paria, y a la praxis él pensaba que no le venía tan mal. Sin
embargo, esa mañana, mientras ordena dosieres y carpetas en un
diminuto cuarto de menos de cuatro metros cuadrados, empieza a sentir
opresión en el pecho y le cuesta respirar. Está sufriendo una
cardiopatía isquémica, lo que corrientemente se conoce como una
angina de pecho. Como consecuencia de tantos años de adicción al
tabaco, de mala alimentación, de estrés absurdo y ansiedad, de
abusos a su propio cuerpo en definitiva, su corazón cede. Padece
de arteriosclerosis, un ensanchamiento de las paredes interiores
de las arterias que riegan su corazón, taponadas por grasas y
colesterol. Rápidamente cae redondo golpeándose la parte trasera de
su cráneo con el vértice de uno de los ficheros, mientras permanece
postrado ante la muerte sin que ningún otro compañero se percate,
su vista se nubla cerrando poco a poco los párpados como persianas
oxidadas. Entonces pierde el conocimiento.
Horas
más tarde se despierta, a decir verdad no está seguro del tiempo
que ha transcurrido tumbado en el frío suelo. Se incorpora con tesón
cogiendo su pecho con una de sus manos, casi estrujando su piel,
agarrándola como si fuera una prenda más que lleva puesta. Detrás
de él y a través de toda su espalda un reguero de sangre empapa el
suelo, su propia sangre. El dolor va progresivamente remitiendo, pero
se toma varios minutos para descansar y enciende un pitillo mientras
su culo regresa al pavimento. No es ni lo más sano ni lo más
recomendable, dentro de la oficina está terminantemente prohibido
fumar, ¿pero a quién carajos le importa? Una vez reunidas las
fuerzas necesarias vuelve a levantarse y sale de la habitación, pero
no ve a nadie en la oficina. ¿Qué pudo suceder? Tal vez un
terremoto, un incendio, cualquier clase de catástrofe que hubiera
ocurrido durante el lapso en el que había estado inconsciente,
¿quizás un simulacro? Obviamente, pensó, nadie había reparado en
él, en el tonto y bobalicón Christian. No había a quién le
importara en absoluto que muriera entre escombros, muchos de sus
compañeros seguramente pensarían que no merece un entierro más
digno.
Ni en
los despachos, ni en los servicios, ni en los pasillos... Ni un alma
en todo el edificio, ni siquiera en el resto de oficinas de otras
empresas. Sin embargo todo seguía en perfecto orden: ningún papel
en el suelo, ningún mueble volcado, ningún mínimo indicio de que
algo realmente calamitoso hubiese sucedido. Salió afuera del
edificio, tampoco en la calle. Fue una realidad que se hizo más
palpable a cada paso que avanzaba. Los vehículos vacíos estaban en
mitad de la calzada, parados alrededor de una rotonda o esperando
detrás del semáforo que aún seguía brillando intercalando luces
rojas, verdes y naranjas. Fue espantoso, presenciar tan mudo y
abominable manifiesto, se sintió como el único organismo vivo sobre
la faz del planeta o tal vez en el Universo entero. Todo era yerto y
sin vida o al menos eso le parecía, aunque las fuentes siguieran
expulsando agua, las farolas alumbrando y los neones de los locales
de copas brillando.
¿Qué
clase de desgracia era esta, que mantuviera tal absurdo orden y
escondiera tan enorme caos encerrado dentro de los límites de la
cordura humana? Por unos minutos fue presa del pánico, corrió
aterrado de bar en bar, tienda por tienda, tratando no sólo de
encontrar a otras personas, sino un simple motivo, tan sólo un
vestigio de vida humana. Aporreando puertas de viviendas, gritando
hacia el cielo, llamando desconsoladamente a amigos y familiares
recibiendo por consiguiente la única respuesta posible: el incesable
pitido de la línea de teléfono indicando que al otro lado nadie
responderá. Se dirige a casa, andando, ya que no podría maniobrar
por las calles con cientos de coches parados en mitad de la
carretera. Cuando llega más de lo mismo, absolutamente ninguna
persona.
Su
mujer ya no está, sus hijos ya no están. Todo en lo que creía está
muerto, quizás sea él quién está muerto. Da vueltas por la
ciudad, busca bajo los puentes, en las vías de tren del extrarradio
de la ciudad, en los grandes centros comerciales. Pero nada. Y
entonces ve los coches de lujo, los chalets a primera línea de
playa, las tiendas de ropa de marca no apta para perdedores como él,
y piensa que todo eso ya es suyo, que ya no necesita deslomarse de
siete a tres y de cinco a nueve cada día para tener el traje que
siempre ha querido o llevar a cabo el viaje de sus sueños.
Todo
aquello sin embargo no le sirve para nada, porque por primera vez en
su vida se percató de que las posesiones materiales son efímeras
como polvo en el viento. ¿Cuánto pagarías por el amor a tus seres
queridos o la congoja previa al beso?, todos esos factores únicos no
tienen precio justamente porque el dinero no puede pagarlos. Aprendió
que todo lo realmente necesario ni se compra ni se vende.