De pronto, mediante un esfuerzo como el que hacemos para apartar la cabeza de la almohada en plena pesadilla, Winston logró transferir su odio del rostro de la pantalla a la joven de cabello moreno que tenía detrás. Vívidas y hermosas alucinaciones cruzaron por su imaginación. Se vio golpeándola hasta la muerte con una cachiporra de goma, atándola desnuda a una estaca y acribillándola a flechazos como a un san Sebastián, violándola y cortándole el cuello en el momento del clímax. Por si fuera poco, comprendió mejor que antes por qué la odiaba. La odiaba por ser joven, guapa y asexuada, porque quería acostarse con ella y nunca lo haría, porque en torno a su dulce y cimbreante cintura, que parecía estar pidiendo que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa faja roja, un agresivo símbolo de castidad.
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