martes, 2 de enero de 2018

Hay una canción que escucho y siempre lloro un poquito. Una hermosa mujer la canta con su abanico en la mano, se contonea por el aire y sus costillas parecieran barras de metal que amenazan con desgarrar el saco de su piel. Es tan hermoso que me hace llorar de una manera despreciable.

Nada de lo que tengo es mío y sin embargo siempre exijo más, ni un solo pelo de mi cabeza fue hecho por mí, todos somos estiércol dotado de vida. Entonces qué más queda por hacer, exigir a Dios la paz, la felicidad no es un derecho, es un deber, la felicidad no se extiende en cheques ni se recoge en el banco, ni te lo da el sexo desmesurado ni toda clase de opulencias. La felicidad es un estado psicoquímico que es tuyo o de nadie más.

Apoyo mi cabeza en la almohada, de nuevo me inunda un sentimiento de melancolía y lujuria, melancolía porque todo es bello y a veces no soy capaz de apreciarlo, lujuria porque todo lo quiero disfrutar. En la oscuridad, bendita soledad, La Luna en persona entra por mi ventana para darme las buenas noches, no hay nada que interfiera entre nosotros en cientos de miles de kilómetros.

No estoy deprimido, estoy distraído de las cosas que realmente merecen atención. ¿Cómo puede alguien decir que es pobre cuando tiene un cuerpo, una mente y un alma? Nunca fuimos pobres, en la riqueza o en la miseria siempre somos ricos, príncipes herederos del universo entero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario