miércoles, 23 de abril de 2014

Como siempre, en la redacción me habían dado el peor artículo, y esta vez me había tocado ir a una escuela para niños con enfermedades mentales; síndrome de down, esquizofrenia..., y en ocasiones traumas o cualquier tipo de desorden o trastorno psicológico por extraño que fuera en niños. La escuela Cernuda era un centro de ayuda a familias que no tenían la capacidad de proporcionar a sus hijos enfermos la ayuda que necesitaban, a veces se trataba de un matrimonio pobre que no tenían el dinero suficiente para hacer que su única hija de tres años recibiera tratamiento y ayuda para su síndrome de tourette, y otras de una madre, que después de perder a su primogénito por una sobredosis delante de su otro hijo menor, no podía costearle a éste la ayuda imprescindible para curar su trauma. En cualquier caso había sido destinado allí para hacer unas cuantas fotos a esos pobres críos, entrevistar a unos cuantos profesores y escribir un par de columnas banales que ni el mismo jefe de redacción leería por alto. En conclusión, yo era el encargado de fingir que nuestro adorado periódico se preocupaba por historias a las que nadie prestaba realmente atención, pero era importante que esta clase de escritos se publicaran para que todos nos sintiéramos un poco menos culpables. De nuevo, desde el más insignificante becario que sirve cafés, hasta el lector más esporádico, todos éramos víctimas del sensacionalismo.

Era una jornada especial, todos los padres y madres habían visitado la escuela para la ocasión. Estuve fotografiando a los niños con sus familiares, con sus profesores, todo en un ambiente muy cordial y ameno. Habían dibujado un precioso mural en una gigantesca cartulina roja en la que con letras amarillas habían escrito "BIENVENIDO SEÑOR PERIODISTA", y un montón de diminutas marcas de manos manchadas con pintura del mismo color alrededor del mensaje, eso y todo el cariño que rebosaban aquellos chiquillos me hizo sentirme aun más culpable por ser el títere que manipulaba toda esa inmundicia para convertirla en noticia, para que un par de imbéciles lo leyeran y pensaran "caray, qué mal está el mundo, y yo sentado en el sofá", y acto seguido encendieran la televisión y se olvidaran de todo.

Me fijé en una chica, tal vez tendría unos seis años. Su cara presentaba malformaciones espeluznantes, y tal vez fue por eso que sentí apiado y me dirigí a ella. "Hola pequeña, ¿cómo te encuentras?", pregunté, su padre apareció de repente entre el bullicio y le pregunté, "¿Puedo hacerle unas fotos con su preciosa hija?". El rostro de aquel tipo cambió por completo, y si era serio de por sí entonces, ahora reflejaba algo que rozaba el puro asco. "Déjenos en paz, no requerimos de ningún ensañamiento por nuestra desgracia. Vaya con su cámara a otra parte". Aquel hombre tenía asimilado por completo, o tal vez grabado, que la desgracia de su hija le acompañaría, que su precioso retoño siempre sería incomprendido por todos y que nadie, y mucho menos un desconocido que pretende sacar tajada de su sufrimiento, tenía por qué ver tal espectáculo y por supuesto enseñarlo a todo el mundo. Comprendí que de las desgracias ajenas no aprendemos, ni intentamos evitarlas o solventarlas, sólo fingimos interés y preocupación pero después giramos la cabeza porque no podemos vivir demasiado tiempo en ese mundo.

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