viernes, 11 de noviembre de 2022

Un suicida más es un suicida menos —

Una tableta de pastillas, la vida es una tableta de pastillas, cuando se acaban estás jodido. Estaba yo pues tumbado en mi cama, como de costumbre; no había ido a trabajar porque no trabajaba, como de costumbre; mi amigo Juan decía «este hijoputa lleva dos años sin dar palo al agua y aun así sigue teniendo para el alquiler, comida y droga. ¿Cómo lo hace?». Ni yo sabía. Era muy temprano por la mañana y había dormido más de catorce horas, la noche y el día no significaban nada para mí. Nada realmente parecía ser lo suficiente importante o interesante.

Me deslicé hacia la habitación de Juan pero estaba vacía, también el resto de la casa, así que le llamé por teléfono pero no respondió. Busqué mis psicotrópicos ansiolíticos-hipnóticos-amnésicos-anticonvulsivos-sedantes-miorrelajantes. No los encontraba por ninguna parte de mi cuarto ni en ningún otro lugar del piso, en un momento tiré la toalla y acepté mi muerte por completo, me dejé caer sobre el suelo bocabajo —Cristo sanguinolento clavado en la cruz, Sísifo arrastrando su roca colina arriba—, y lo primero que vi fue el envoltorio de las pastillas bajo la cama. Mi redención, mi trigésima segunda última oportunidad, el santo grial del perdón y el amor. Saco unas cuantas, las introduzco en mi boca y las martilleo un poco con mi dentadura, extrañamente saben a limón, bebo agua y las trago. Frente a la rareza hice un reality check para saber si se trataba de un sueño pero no era así, la vida a veces podía sentirse bastante irreal sin la necesidad de verse bajo el influjo de ninguna droga, aunque tampoco fuese mi caso. Yo me encontraba observando el mundo de una manera transparente, podía ver el interior de los corazones de las personas y el interior de las alcantarillas y siempre transportaban toda la contaminación y toxicidad del universo de un punto a otro. ¿Quién podría lidiar con la vida después de contemplar algo semejante?

Sin duda, me dije frente al espejo, esta no es mi vida, ni mi cuerpo, ni mi destino; alguien ahí arriba ha extraviado mi expediente y me arrojaron al cuerpo que no correspondía, pienso volver para reclamar un mejor servicio. Juan llamó entonces por teléfono.

—Aló. —Dije yo.

—¿Qué querías?

—Pero si has llamado tú. —O me estaba volviendo completamente loco.

—Me llamaste hace un rato.

—Oh, sí, Juan, es verdad, lo olvidé. —Suerte por esta vez, solo se debió al efecto de los tranquilizantes.—Bueno, nada, que me habían entrado muchas ganas de matarme y tengo la costumbre de llamarte cuando eso pasa. Pero no te preocupes porque me he metido un chute de pastillitas bien ricas y ya estoy empezando a flotar.

—Bueno, date una ducha, come algo y espérame. Salgo del curro en una hora. —Dijo Juan, consolador y condescendiente. —¿Podrás aguantar una hora sin suicidarte?

—Llevo toda la vida aguantando.

Así que me tumbo en la cama, toco mi guitarra medio destruida, pero eso solo significa que su timbre es único, el mío también lo es. Podría simular mi propia muerte y desaparecer, marcarme un Elvis, al fin y al cabo ya fingimos estar completamente vivos cuando estamos parcialmente muertos. Nada es verdadero y todo está permitido, pues qué aburrido.

Al rato llegó Juan para despertarme a gritos ya que me había quedado dormido por el efecto de la medicación.

—¡Pensaba que lo habías hecho, MALDITO HIJO DE PUTA! —Decía con nerviosismo frenético mientras se agarraba el pecho y resoplaba. —¡Qué susto!

—¿Que había hecho qué?—Pregunté aturdido.

—Tomarte todo el alijo de pastillas para dormir que tienes y morirte.

—No son somníferos y el susto me lo has dado tú a mí despertándome de esa manera.

—Pero te ayudan a dormir.

—Eso sí. —Dije mientras encendía un porro medio terminado y podrido que yacía sobre el cenicero.

—Bueno, ya estás mejor, ¿no?

—Oh, sí, mi querido síndrome de abstinencia a la química siempre me ayuda.

—Po' venga, ponte guapo que vamos a salir a tomar algo.

—Guay.