domingo, 24 de septiembre de 2023

Si en esta realidad abrupta y arrugada no hubiese lugar para mí, entonces no sabría en qué sitio buscar. Y es que a decir verdad entre rostros desconocidos me pierdo, sus sonrisas son representaciones de falsos ídolos esculpidas en marfil y sus gargantas suenan como trompetas del juicio final que entonan melodías de apenas marchito desasosiego. Encontrar una situación de calma en esta vida es tan complicado como aceptar la hostilidad de la misma, ambos son trabajos que llevar a cabo en este cuerpo humano. Lo único de lo que me arrepentiría sería de vivir mentalmente en otro plano, malgastando así la experiencia de este mundo material; por eso surfeo en los límites de la percepción y sobre su afilado borde donde nada es verdadero.

Cómo te hubiese gustado ser tratado, cómo debieras haber actuado, cómo llegaste a tal situación. No luches contra el impulso, descansa sobre él. Por las calles grasientas de pegajosa melancolía van de un lado a otro los repartidores en moto, y hay camareros que sirven cafés a ancianos que ya vivieron su historia, y también policías que buscan el crimen en las sombras de escupitajos espumosos casi secos. Y yo, observando el caótico orden de la creación dentro del agujero al que arrojaron a Lucifer. Siento una profunda y afilada nostalgia de un tiempo pasado que nunca tuvo lugar, puedo olfatear la crueldad de la ciudad en el aire que respiro, mi propio cuerpo e incluso el de las personas se me antoja extraño. Soy capaz de ver a través de sus finos y arrugados trajes de carne, analizar sus espíritus cual anatomista del alma, separar mentalmente cada átomo de tristeza que los hace humanos y encontrar, por monumental y disparatada que resulte la tarea, al menos un ápice casi invisible de esperanza y amor que no quieren dejar morir.


jueves, 21 de septiembre de 2023

Despedido por WhatsApp

Todos mustios y con caras de perro. Lo sé, lo sé. La vida es dura y el mundo está jodido. Un pavo de mis años que se quiere matar porque tiene un bebé y no sabe cómo se lo va a montar en la vida, otro tío que me dobla la edad tiene el mismo curro aburrido de mierda que yo y me cuenta los cientos de trabajos y las miles de horas en ellos. ¿Para qué?, para acabar en el mismo pozo que un crío de veinte años. Lo sé, lo sé. Hay que comer, pagar facturas, drogarse. Existen dos sensaciones en esta sociedad, la de tener trabajo y la de no tenerlo. Ambas terroríficas.

Un día cualquiera me despierto, no tengo ningún pensamiento primario, solo ansiedad. La desastrosa sensación de que el peligro me acecha y la adaptación a los ritmos y normas del sistema son imposibles de acatar para mí. Me levanto de la cama, pareciera que el oxígeno en el mundo se está acabando porque respirar supone un gran esfuerzo. Intento desayunar algo pero todavía es de noche y ésto me suele generar náuseas Tomo un té, salgo de casa, voy en coche al trabajo. Voy tarde y ya me dijeron de que no volviera a suceder, así que piso el acelerador y voy a toda hostia. Siento que vuelo, nunca había conducido tan rápido. La sensación de adrenalina y muerte se apoderan de mí, ni siquiera siento ansiedad o miedo, mi único pensamiento es el de llegar cuanto antes. Vuelo, levito, sueño, avanzo. Aparco, corro, ficho, entro. He llegado, tal vez no a tiempo, tal vez me echen, pero mierda, he llegado y eso debe de tener algún valor, ¿no?

Ya en el interior de la nave siento que el tiempo se desdobla y mi concepción del mismo se vuelve ambigua. Pienso sin embargo que es mejor concentrarme en mi labor y así las horas pasarán más rápido, pero diría que transcurren hacia atrás y cada vez que miro el reloj parece que fuese más temprano. Vuelven los temblores, la migraña, la ansiedad, el miedo, el agobio por un futuro incierto, el extraño sentimiento de que mi cuerpo no me pertenece. Soy un inadaptado al que encajar en el sistema convierte en un ser extraño plagado de preguntas e inseguridades. Nada me consuela y todo se siente hostil. Voy al baño para vomitar, pero no vomito. Vuelvo a mi puesto de trabajo pero no trabajo. Mi respiración se acelera, mis esperanzas se agotan, una vez más estoy preparado para mi fin. Hago acopio de valor, acepto todas mis desgracias y me arrepiento de mis malas obras, dispongo mi alma en manos de Dios. Siento que voy a desvanecerme, que voy a convertirme en humo, que un único pensamiento nuevo hará explotar mi cabeza. Justo en ese momento un grito de dolor descarnado me saca de mi ensimismamiento por unos segundos. Me asomo entre los pasillos repletos de productos de toda clase y veo a un chaval que solloza asustado, se agarra su dedo índice sanguinolento mientras un par de compañeros le rodean inquietos. Hay un reguero de sangre en el suelo. Por amor de Dios, ¿quién puede hacerse semejante herida con la oja de un cúter de menos de un centímetro de ancho? Llega un coordinador y decide que hay que llevar al chico al hospital. Tal vez yo también debiera cortarme un dedo para que me lleven al hospital. Yo. Yo. Yo. Solamente yo, y el resto del universo me la suda porque podría ser una ilusión.

Gracias al pequeño evento y a mis viajes al servicio el primer turno llega a su fin, la alarma que avisa para el descanso crea la sensación de que me encuentro en el interior de una colmena zarandeada llena de abejas asustadas y confusas. Todos quieren salir cuanto antes para descansar. Hay algunos que me miran raro por mis extraños movimientos, mi cara de culo, mi soledad autoimpuesta y los espasmos de mi cuerpo. Siento que no puedo más, siento que no quiero querer sentirme de ese modo así que me marcho sin dar explicaciones. Paso por delante de la garita de entrada y el tío de seguridad del edificio me pregunta extrañado adónde me dirijo. «Tío, yo qué sé». Respondo.


Llego a mi coche, trago un par de pastillas. Estoy fuera y mañana será otro día. Es como si el mundo entero no me comprendiera, pero ni siquiera le doy la oportunidad de intentarlo. Huyo hacia adelante y todo lo que queda atrás forma parte de un pasado nebuloso del que no quiero formar parte, porque el individuo que lo experimentó es virtualmente por completo diferente a mí.

Decido dejar el trabajo, al día siguiente llamaría para dimitir y que sea lo que Dios quiera. Prefiero ser pobre a la certeza de que forzar mi mente y mi alma me aporta dinero a cambio de bienestar interior. Tal vez, y sólo tal vez, debiera dedicarme al ascetismo, pues nunca tuve gran apego hacia nada material y siempre tuve la necesidad de trascender mi carne.

Horas más tarde llega un mensaje al teléfono: «Buenas tardes. Nos ponemos en contacto con usted para comunicarle que con fecha de hoy, 19 de septiembre de 2023, procedemos a finalizar la relación laboral establecida entre las partes, por lo que mañana no debe incorporarse a su puesto de trabajo.» 

Soy libre de nuevo, pensé. Libre. Libre de buscar nuevas maneras de vasallaje y esclavitud.


viernes, 15 de septiembre de 2023

Inadaptado tú, perra

Pego un salto mortal triple desde mi confortable féretro de sábanas blancas (cual vampiro circense), apago un despertador, apagado otro despertador y también apago el último despertador que escondo por la habitación para asegurarme de que me despierto por completo. Prosigo con el ritual más macabro y más veces llevado a cabo en la historia de la humanidad. Me ducho, desayuno, fumo un cigarro, cago, me pregunto por qué tiene que haber tanto dolor en todo lo que veo y salgo de casa para introducir mi cuerpo medio muerto en el coche. Una vez en su interior introduzco la llave en el contacto y la maquinaria cobra vida, ruidos de motor, luces, engranajes que se pelean entre sí y el mismo muelle en el asiento desde hace diez años presionando la misma vértebra.


Aún es de noche, me encamino hacia el trabajo; podría ser una oficina, un taller, un almacén, una fábrica. ¿Quién sabe? Nadie tiene idea, todos hacen. Llego medio tarde pero necesito cafeína y nicotina, así que fumo y bebo café y acabo por llegar completamente tarde. Ficho en una máquina que reconoce mi huella dactilar, a ella no parece importarle que llegue tarde, nadie por aquí parece preocuparse mucho por mí. Las máquinas no se equivocan porque no tienen sentimientos. Eso me gusta, no conocer a nadie, no tener necesidad de mentir o decir la verdad porque no la hay ni siquiera de hablar. Voy a lo mío, al mismo aburrido y sencillo trabajo que podría realizar cualquier otro primate; solo te hacen falta dedos prensiles y aceptar que eres la última mierda del planeta. Así que agarro una PDA, leo albaranes, escojo artículos, preparo pedidos en cajas de cartón y los lanzo a una cinta transportadora que sospecho se dirige a un agujero de gusano de vuelta al pasado para ser vaciadas y rellenadas de nuevo. Después vuelta a empezar una y otra seis días a la semana; como para volverse puto loco. Es una labor aburrida pero que requiere de concentración, lo cual ni siquiera te permite pensar en tus cosas. De vez en cuando alguien me habla, nunca es un jefe, los jefes no se mezclan con los inferiores, y algunas personas están trastornadas y otras no. Las que sí lo están piensan que les espera una vida mejor: mejor trabajo, mejor tranquilidad, mejor dinero. Las que no lo están sencillamente han aceptado que no pueden dejar de ser esclavos. Además, el curro en sí no está tan mal, es monótono y soso, pero no es demasiado exigente.


Me cruzo con una compañera de mi edad y justo en ese momento se oye una especie de alarma que suena de vez en cuando por toda la nave de trabajo. Le digo: —A veces fantaseo con la idea de que se trate de la alarma de incendios y tengamos que huir todos de aquí.


Ella me mira con cara de sueño e indiferencia. Después de unos segundos de silencio contesta: —Es la alarma que avisa cuando la puerta se abre.


—¿Qué necesidad hay de avisar sobre una cosa así? ¿Es que acaso está prohibido salir de aquí?


—Si la puerta está cerrada, sí.


Ella va a lo suyo, yo vuelvo a lo mío, mientras tanto tarareo melodías para tratar de volcar sobre mí mismo algún tipo de falso optimismo que me salve de la más irremediable demencia. De hecho las horas pasan bien, pasarían más rápido si no me dolieran los pies, pero este trabajo es un chollo, he tenido mil peores. Me consuelo. Me engaño. Me pervierto. Hay listas en la zona de descanso donde uno puede ver sus medias de productividad, somos unas quinientas personas haciendo la misma gilipollez todo el tiempo y yo soy uno de los que tienen peor promedio. Solía convencerme de que era superior a la mayoría de personas en cualquier aspecto, pero ahora que lo pienso, si hasta la gente que más solía despreciar sabe hacer algo tan doloroso para mí mucho mejor que yo, entonces tal vez el ignorante, idiota y arrogante sea este menda. Quizás yo sea el verdadero imbécil.


El último día de contrato pienso hacer mal todos los pedidos, vaciar cajas que deban ser enviadas y enviar las que deben ser rellenadas, manipular albaranes y cambiar de sitio los productos de las estanterías. Espero crear un completo caos, que los coordinadores pierdan el norte, que el proceso en cadena colapse y que acaben por demoler todo el colosal entramado de oficinas, naves y almacenes, porque a fin de cuentas, resulte más simple y barato empezar desde cero que arreglar semejante estropicio.


Serú Girán - Peperina (Álbum Completo)

lunes, 11 de septiembre de 2023

El siroco

Durante el último brote gordo que me dio me planté en el borde de una acera porque no podía respirar, eran alrededor de las tres de la mañana y en la oscuridad parecía más un demente que alguien herido. ¿Qué diferencia hay? Gemía y lloraba como un potro moribundo. Resultaba curioso sentir, y a veces ver por el rabillo del ojo, a la gente caminar cerca de mí; nadie intentó ayudarme, la mayoría se apartaba unos metros. También transitaban coches que me veían perfectamente al pasar. No les culpo, tampoco les odio, ni siquiera les incrimino nada. Estuvo bien así, no podían ayudarme y probablemente no tenían motivo u obligación.

Llamé al teléfono de atención preventiva a la conducta suicida porque tenía ganas de matarme pero como casi no podía hablar resolví por avisar a la ambulancia, aunque tras veinte minutos no aparecieron, incluso me llamaron ellos a mí para encontrarme, pero de alguna manera no dieron conmigo. Cuando me hube recobrado un poco y pude respirar y erguirme fumé un cigarro aún sentado en el suelo. Camine tanto como me permitió mi organismo. Me tumbé en un banco callejero, era Verano, se estaba bien. Dormí un poco.

Me llaman al teléfono en número oculto y contesto: —¿Sí? 

—¿Vicente Medina? —Pregunta una mujer. 

—Dígame.

—Le está buscando la ambulancia. ¿Podría decirme usted decirme en qué dirección se encuentra?

—Pero si de eso hace casi una hora ya.

—La ambulancia ha ido a la dirección que usted proporcionó y no estaba allí.

—Ahora estoy bien. Siento las molestias, que tengan buena noche. —Cuelgo. 

Seguí durmiendo y unas horas después me desperté entumecido sobre el banco de madera y pensé que me hacía mayor, o que al menos me hacía menos joven. Rayaba el alba y el hervor de la ciudad era inminente. Mi cuerpo y mi mente necesitaban soledad y oscuridad, fui al garaje y dormí sobre el suelo hasta pasado el medio día. Después fui a comer a casa de mis padres y dormí en el sofá del salón hasta casi la mañana siguiente.

Yo soy un Ignatius Relly, un Henry Chinaski, un Meursault. No me interesan el trabajo, las convenciones sociales, ni el dinero en exceso. Esta sociedad sin remordimiento y arrugada, que se masturba frente al pilar de la boba meritocracia, que está diseñada para producir más: más productos, más polución, más locura; que se la queden ellos, aquellos que la crearon, nosotros no merecemos tal herencia. Yo no quiero trabajar, ni obedecer, ni pensar. No quiero ser, pero soy. Y en el interior del hormiguero, donde vendemos nuestras almas y nuestro tiempo, soy la obrera más orgullosa. Soy una nube errante que no tiene ambiciones y no busca fortuna y abraza su mala suerte.