lunes, 11 de septiembre de 2023

El siroco

Durante el último brote gordo que me dio me planté en el borde de una acera porque no podía respirar, eran alrededor de las tres de la mañana y en la oscuridad parecía más un demente que alguien herido. ¿Qué diferencia hay? Gemía y lloraba como un potro moribundo. Resultaba curioso sentir, y a veces ver por el rabillo del ojo, a la gente caminar cerca de mí; nadie intentó ayudarme, la mayoría se apartaba unos metros. También transitaban coches que me veían perfectamente al pasar. No les culpo, tampoco les guardo rencor, ni siquiera les incrimino nada. Estuvo bien así, no podían ayudarme y probablemente no tenían motivo u obligación.

Llamé al teléfono de atención preventiva a la conducta suicida porque tenía ganas de matarme pero como casi no podía hablar resolví por avisar a la ambulancia, aunque tras veinte minutos no aparecieron, incluso me llamaron ellos a mí para encontrarme, pero de alguna manera no dieron conmigo. Cuando me hube recobrado un poco y pude respirar y erguirme fumé un cigarro aún tumbado en el suelo. Camine tanto como me permitió mi organismo y me tumbé en un banco callejero. Era Verano, se estaba bien. Dormí un poco.

Me llaman al teléfono en número oculto y contesto: —¿Sí? 

—¿Vicente Medina? —Pregunta una voz femenina. 

—Dígame.

—Le está buscando la ambulancia. ¿Podría decirme usted decirme en qué dirección se encuentra ahora mismo?

—Pero si de eso hace casi una hora ya. O más.

—La ambulancia ha ido a la dirección que usted proporcionó y no estaba allí.

—Ahora estoy bien. Siento las molestias, que tengan buena noche. —Cuelgo. 

Seguí durmiendo, unas horas después me desperté entumecido sobre el banco de madera y pensé que me hacía mayor, o que al menos me hacía menos joven. Rayaba el alba y el hervor de la ciudad era inminente. Mi cuerpo y mi mente necesitaban soledad y oscuridad, fui al garaje y dormí sobre el suelo hasta pasado el medio día. Después fui a comer a casa de mis padres y dormí en el sofá del salón hasta casi la mañana siguiente.

Yo soy un Ignatius Relly, un Henry Chinaski, un don nadie. No me interesan el trabajo, las convenciones sociales, ni placeres hedonistas más allá de algo de sexo o droga de vez en cuando (preferiblemente ambas y a la vez). Esta sociedad sin remordimiento y arrugada, que se masturba frente al pilar de la boba meritocracia y la falacia de la escasez, que está diseñada para producir más: más productos, más polución, más locura; que se la queden ellos, aquellos que la crearon y se beneficiaron de ella, nosotros no merecemos tal herencia. Yo no quiero trabajar, ni obedecer, ni pensar. No quiero ser, pero soy. Y en el interior del hormiguero, donde vendemos nuestras almas y nuestro tiempo, soy la obrera más orgullosa. Soy una nube errante que no tiene ambiciones, no busca fortuna y abraza su mala suerte.



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