martes, 29 de marzo de 2016

Aokigahara.

Cuando bajé de la furgoneta ya era completamente de día, el Sol lo alumbraba todo, era temprano pero en los arcenes de la calzada se podía ver la nieve amontonada por algún vecino madrugador. No había nadie alrededor, tampoco me había cruzado con ningún otro vehículo de camino, sin embargo la luz lo inundaba todo y se reflectaba con fuerza en la nieve haciéndome sentir vivo por un momento. Tenía intención de dirigirme a un lugar al que nadie se le ocurriría ir a menos que tuviera frívolos planes entre manos, yo los tenía o creía tenerlos, supuse que en mi situación muchos como yo vacilaron y se aproximaron a las inmediaciones para cerciorarse a sí mismos de que realmente no querían hacer aquello que vinieron a hacer.

Caminé por la solitaria carretera, a un lado había un diminuto poblado con casas de madera y pequeños negocios aún cerrados, y al otro un inmenso mar de árboles en el que el Sol penetraba con dificultad. Un hombre, que abría con fuerza la puerta corredera de su restaurante, se me quedó mirando con el gesto torcido durante unos segundos mientras ataba un delantal blanco a su cintura. Yo encendí un cigarrillo y lo ignoré, volteé la mirada en dirección al bosque, había un cartel en la entrada de un sendero que lo penetraba que decía en letras grandes:


CUIDADO A LOS EXCURSIONISTAS. 
PRESTEN ATENCIÓN A LAS INDICACIONES.
NUNCA PENETREN BOSQUE A TRAVÉS.


—¡Eh! ¡Eh! Hace mucho frío fuera. ¿No te apetece entrar? —Dijo la voz de aquel tipo que asomaba por la puerta.

—No tengo dinero, pero gracias por la invitación.

—Eso es lo de menos. Vamos, entra y caliéntate. El calor es gratis.

Entré. El hombre estaba detrás de la barra, tenía las expresiones faciales muy marcadas, con arrugas y patas de gallo en los pliegues de sus párpados. Me pareció mucho más viejo de lo que aparentó a primera vista, pero tenía un pulso fuerte y un cuerpo ancho y robusto. Cortaba verduras para el desayuno y enjuagaba cubiertos con brío, como si llevase horas despierto.

—Hermosa mañana. ¿Cierto?

—Ya lo creo. —Respondí.

—Sobre todo cuando sale el Sol por la sierra, es precioso.

—¿Es de por aquí?

—Llevo viviendo en este pueblo toda la vida.

—¿Cuánto tiempo lleva en el negocio?

—Demasiado.

—¿Y no ha pensado en jubilarse?

—No soy tan viejo.

No parecía que tuviera mucha clientela, no parecía que nadie fuera a entrar por esa puerta en toda la mañana. Entonces sirvió en un bol una sopa de mijo caliente que expulsaba vapor, lo posó en la barra y lo arrastró hasta mí.

—Ya le he dicho que no tengo dinero, viejo.

—Y yo te he dicho que el calor es gratis.

Aquella clase de mierda ni siquiera me gustaba, pero me la comí, era lo único realmente sano que comía en mucho tiempo, sonreí pensando en que era un poco tarde para empezar a ser bueno conmigo mismo.

—Vas allá dentro. ¿Verdad?

—Sí.

—¿Y qué buscas?

—No lo sé. Nunca he entrado.

—Hay quiénes entran y no salen.

—Sólo voy a dar un paseo.

—Replantéatelo, la vida es hermosa, el bosque es hermoso. ¿Para qué ibas a mancharlo con tu sangre?

—Gracias por la sopa, viejo. —Dije levantándome del asiento, y me marché.

Crucé de nuevo la carretera hacia el otro lado y contemplé la entrada al bosque. No parecía un lugar al que la gente acude para acabar con su dolor, el tipo tenía razón, era un entorno plácido. Sin embargo de alguna manera estar allí me hizo sentir melancólico, con toda esa corriente de emociones azotándome constantemente y una cuestión grabada a fuego en mi mente: elegir la vida o elegir la muerte. 

Penetré en el bosque confundido, me preguntaba cómo la gente podía temerlo, cómo desde hace siglos se le había considerado un lugar maldito; allí los pájaros cantaban como en cualquier otra parte de la naturaleza e incluso me atrevería a asegurar que el musgo era el más verde que había visto jamás. Después de un rato me encontré con algunos carteles en los que habían escrito cosas como:




TU VIDA ES UN REGALO HERMOSO DE TUS PADRES.
POR FAVOR, PIENSA EN TUS PADRES, HERMANOS E HIJOS.
NO LO GUARDES DENTRO, HAY MUCHAS PERSONAS QUE QUIEREN AYUDARTE



Y al final del todo un número de contacto para que los suicidas llamasen. Fascinante, ¿cuántas veces habrá sido este mismo cartel lo último que una persona leyó en vida? 

Al cabo de más tiempo veías senderos prohibidos y contraindicados por los que los infames caminaban en busca de respuestas, protegidos con simples cordeles atados por los extremos a palos que impedían vagamente el acceso. Salté el cordón y caminé por el suelo lleno de hojas y púas de pino. Poco a poco iban apareciendo cintas de colores que la gente ataba de árbol en árbol para no perderse, aquellos eran los rastros de los indecisos que no tenían claro si se mudarían al infierno o sólo echarían un vistazo, de mentes perturbadas por la sociedad; algunos volvían y otros no, como dijo el viejo. En ciertos puntos casi era tenebroso observar tantos matices de colores vivos alrededor en un ambiente tan repetitivo, me veía obligado a dar tirones pasando entre los troncos a toda velocidad rompiendo las cintas. En una de esas ocasiones corrí tan rápido por un tramo cuesta abajo que caí con la cara pegada al suelo sobre un lecho de flores, tenía la boca ensangrentada porque me había mordido la lengua. Mientras escupía sangre todavía tumbado me fijé en una cinta que parecía reciente, estaba tensa y no había perdido color. Me levanté y seguí el recorrido hasta llegar a una zona de muy difícil acceso situada en una hondonada entre dos colinas pedregosas y con mucho follaje, allí había un pequeño campamento con una tienda de campaña, comida enlatada y algo de basura alrededor. Había un hombre con pinta de oficinista, vestía con pantalón de traje y camisa blanca y llevaba unas gafas de culo de vaso, cuando lo vi estaba de espaldas a mí contemplando el único rayo de Sol que entraba entre las frondosas copas de los árboles. Me situé justo detrás de él y dije hola. El tipo se mostró reticente.

—Hola. —Dijo sin girarse. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo.

—¿Qué haces aquí?

—Busco.

—¿Qué buscas?

—La respuesta. —Seguía sin girarse.

—¿A qué?

—¿No la buscas tú también?

—Puede. ¿A qué pregunta?

—A la de la vida. —Apoyó las manos sobre los muslos y volteó la cabeza. —A la de la vida. —Repitió.

—¿Dónde se encuentra?

—En las copas de los árboles, en los rayos de luz, en las piedras del camino... La respuesta está en todas partes.

—¿Por qué la buscas aquí entonces?

—Aquí se piensa mejor, durante siglos las personas han venido aquí. La gente piensa que quiénes se aventuran en este bosque son unos infelices, que lo han perdido todo y en este lugar esperan desprenderse de lo único que les queda. Pero no es así, creo que muchas personas vinieron para encontrar la verdad y que la encontraron, pero no todos pudieron soportarla.

—¿Y qué verdad es?

—Que la vida merece ser vivida y la muerte ser aceptada en el momento oportuno.

—¿Por qué razón estás aquí?

—Por la misma razón por la que estamos todos. La sociedad me hizo enfermar. ¿Y tú?

—Supongo que por el mismo motivo.

—No hay nada de grandioso en la muerte, y menos en un lugar como este. ¿Ves todas esas cintas?, —Dijo elevando el mentón. —son la última herencia que las personas dejan en este mundo. ¿Sabes lo que te espera después de la muerte?, a mí ni siquiera me importa, yo sólo creo en lo que veo, y lo que veo son un montón de huesos. Ah, en eso nos convertimos, en esqueletos. Dime, ¿quieres ser tú un esqueleto?

—No lo tengo muy claro.

—Entonces creo que deberías marcharte. —Dijo al mirarme directamente, sus ojos estaban irritados y rojizos. Pude entrever la cantidad de espacio vacío entre su camisa y su tórax, estaba famélico. Me apiadé de él.

—¿Necesitas ayuda?

—¿Crees que la necesito? Te asustas de ver a un hombre con verdaderas ganas de morir, te cuesta comprender que alguien esté aquí por voluntad propia, pero de igual manera que no hay nada grandioso en la muerte tampoco hay nada triste en ella. Ya te lo dije, todos hemos de aprender a morir en el momento preciso, y el mío está llegando. —Bajó el mentón, giró la cabeza y volvió su vista al frente.

—Espero que te vaya bien. —Dije. —Mucha suerte.

—A ti también.

Al despedirme de aquel tipo pensé en que todos los hombres frente a la muerte se vuelven unos poetas, sin nada que perder ni nada que ganar, solos, desamparados, abstemios de toda satisfacción salvo la que otorga la idea de la muerte. Tal vez el dolor que les hizo huir continuó después, tal vez les persiguió por eones a través de las capas de la realidad no perceptibles, pegado como un imán a sus espíritus melancólicos durante sus siguientes vidas. Sin duda los suicidas apostaban duro.

Me alejé más y más sin un rumbo concreto, a las pocas horas encontré un camino para senderistas, me incorporé a él atravesando unos arbustos. Casualmente pasaba por allí una pareja de excursionistas que me miraron como el que ve un muerto andar.

—¿Necesita ayuda, señor? —Preguntó uno de los dos, inclinándose levemente, utilizando un tono de voz amable, temiéndome.

—¿Cómo se va a la salida?

—Caminando por este sendero, en esta misma dirección. —Dijo aún asustado.

—Gracias, caballero. —Dije, y jamás volví a pisar aquel bosque.

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