viernes, 14 de abril de 2017

Cuando era un niño solía ir con mi padre y mi hermano al campo para pasear, a veces nos encontrábamos con esqueletos de animales generalmente de cabras, me hacían preguntarme acerca de la muerte y de la vida. Mi padre me decía que todos los humanos también tenemos un esqueleto conformado por cientos de huesos unidos por músculos que nos permiten mover nuestro cuerpo, yo me cuestionaba la relación que había entre mí y los muertos. Todos los esqueletos sonríen, no tenía duda de eso, todas las calaveras son felices.

También cuando era pequeño me preguntaba acerca de la existencia de Dios. En el colegio aprendía religión católica, pero en casa todos éramos ateos. Siempre me divirtió contemplar a esos ignorantes que rogaban el perdón a su amigo imaginario común sólo por desobedecer un montón de leyes absurdas, ¡incluso los profesores eran unos bastardos ignorantes! Estaba yo en un parque una vez jugando con otros niños, había un gran castillo hinchable frente a mí, cuando una chica de mi edad empezó a burlarse de mis dudas sobre Dios. Su padre de alguna manera se involucró en la conversación. "Dios no existe", dije yo. "Dios sí existe, y está en todas partes", decía el padre de la niña. "¿Y si existe y está en todas partes por qué no puedo verlo ni tocarlo?", "porque es invisible y es como el aire", respondía él. Pobre blasfemo, debió pensar el tipo, aún se caga encima y ya ha condenado su alma al infierno.

A día de hoy no dudo de la posible existencia de un Dios que pueda ser concebido como una energía creadora de todo el universo y de la vida que alberga, pero seamos claros, esa gente eran todos unos gilipollas.

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