viernes, 20 de mayo de 2022

morir y nacer otra vez

Era un día de diario cualquiera, me había despertado treinta minutos más tarde de la hora a la que debía entrar a trabajar, naturalmente la primera sensación que tuve fue de ansiedad severa, como cada mañana, a la que por otra parte ya me había acostumbrado. La ansiedad me acompañaba allá donde yo iba, se había construido su pequeño habitáculo más o menos en el centro de mi pecho, entre la tráquea y el corazón, para mí era como un despertador natural. Mis compañeros de piso se habían empeñado en despertarme y hacerme ir al trabajo, yo ya llevaba semanas pensando en dejarlo, probablemente meses, pero si renunciaba entonces una vez sin trabajo no habría tenido derecho a prestación por desempleo, por lo que estaba haciendo méritos para que me despidieran. Mariano, mi compañero de fatigas, mi fiel escudero, mi amigo del alma con cara de pez; se había ofrecido a llevarme en su coche, siempre siempre andaba solucionándome problemas, aunque con el tiempo se cansó. Comprensible. Estábamos de camino en el coche, yo fumaba mi típico porro mañanero en ayunas y pensaba, no pienso meterme en ese puto infierno nunca más. Cuando llegamos le pedí que me dejara al lado del supermercado con la excusa de comprar algo para desayunar, «pero no faltes al trabajo eh», me dijo mientras salía del coche. «Si te parece me quedo ahí dentro toda la mañana», respondí. Compré el desayuno: tortas de maíz tostado, zumo de melocotón y pipas de girasol peladas. Me flipan las pipas de girasol. Siempre he imaginado una producción en cadena basada en millones de viejas con un único y solitario diente, el cual únicamente utilizaban para abrir las cáscaras de pipas, para a continuación soltar las semillas en una cinta transportadora para más tarde ser envasadas.

Lo cierto es que no fui al trabajo, era predecible, en cierto modo ya lo había decidido justo al despertar, tal vez incluso la decisión ni siquiera dependía de mí. Interior, ocho de la mañana, me adentro en el supermercado casi sin gente, la ansiedad presionaba mi pecho de tal manera que no puedo respirar con normalidad. Vomito en mitad del pasillo de los productos para mascotas y me disculpo ante una chica de mi edad que trabaja allí. «Te pido perdón, en serio, lo limpiaré yo mismo», ella e ignoró y yo salí del lugar. Mi jefe me había despedido ya tres veces, al final siempre por muy incompetente que yo fuese acababa por decirme cosas como «bueno, ven también la semana que viene y después ya veremos», pero nunca pedía perdón ni mostraba o fingía ningún tipo de arrepentimiento, su complejo narcisista agudo se lo impedía. Sin duda aquel hombre tenía problemas muy serios de ego y empatía, yo también tenía muchos problemas, por ello aunque nos despreciábamos mutuamente nos entendíamos bien y compartíamos conversaciones muy interesantes. Sin embargo, y sin lugar dudas, existía una diferencia entre nosotros que nos diferenciaba enormemente: él tenía una cuenta corriente repleta de dinero y yo más bien lo contrario, en cierta manera ambos éramos presos del dinero de algún modo.

Así que aquella mañana podía disfrutar del Sol, del canto de los pájaros y la arquitectura de los grandes edificios que me rodeaban mientras tomaba un café e inhalaba vapor. Veía los vehículos trasladarse de un lugar a otro expulsando gases y ruidos horribles a través de una de las arterias principales de la ciudad, las personas a pie también lo hacían; todas atareadas con mil asuntos importantes en la cabeza. Sentí lástima por la especie humana en general. En resumidas cuentas existen dos sensaciones en la vida que pueden cubrir a grandes rasgos todo el espectro de sentimientos humanos, la primera sensación es la de tener trabajo y la segunda la de no tener trabajo, ambas expresamente diseñadas para destruir la moral de las personas. 

Caminé un rato por la larga avenida, me traía bellos y variados recuerdos, traté de encontrar el lugar exacto donde mi primer amor y yo nos sentábamos a conversar cuando la acompañaba a terapia, hace más de diez años, no lo encontré. Busqué también el balcón del antiguo apartamento de una antigua amiga en el que pasamos tantas tardes tomando té y alimentándonos de la luz solar, tampoco lo encontré. Más tarde entré a un gran edificio con oficinas de abogados, asesores y esa clase de mierdas, di un paseo enorme colándome por todos los recovecos y examinando cada detalle, me metí en los servicios y robé cuatro rollos de papel higiénico sin estrenar. Daba la sensación de que no había nadie, ninguna persona había pasado por ningún lugar, no me había cruzado con un alma; aquel sitio y las oficinas y los negocios, todo era una farsa. Disfruté mucho, sin embargo, de la energía y la arquitectura de la construcción. 

Cuando salí miraba al cielo disfrutando de la belleza de la creación, me sentía libre, libre de verdad. No hay una sensación igual a la que experimentas la misma mañana en la que decides dejar un trabajo que te arruina la vida. Todo se percibía diferente, los árboles eran más verdes y se movían al son del viento como criaturas de otros mundos. Pude momentáneamente percibir la exuberante belleza de la creación. Di gracias por lo bueno y lo malo, especialmente por lo malo. Pedí perdón por todas las cosas deshonestas que hacía cada día, como robar papel higiénico. En definitiva había que dejar que Dios tomará sus propias decisiones, la justicia nunca fue un asunto sobre el que los hombres debieran decidir. Tenía que aprender a soltar, desprenderme de falsas responsabilidades, empezar a sentir de manera más coherente.


Thelonious Monk - Solo Monk (Full Album)

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