sábado, 6 de agosto de 2022

Lo que no quieres pensar

Dos y media de la tarde, pleno verano en La Apestosa Costa del Sol, cuarenta y cincos grados, el aire es derretido por el asfalto que roza creando una distorsión en la luz, haciendo parecer que la carretera se deforma. En sus respectivos ataúdes metálicos motorizados se cuece una turba de humanos que han perdido el alma (que no saben donde encontrarla), todos aguardando sudorosos en una cola de dos kilómetros en el acceso a la ciudad sin dios. Marco "El Loco", apodado así por todas las locuras estrafalarias que había cometido en su infancia y adolescencia, es un trozo de carne más cocinándose a fuego lento. Justamente aquel día diez años atrás, aunque él no lo recordaba, había secuestrado al bueno de Paco "El Pestoso" AKA Paquito "Pestes", el pobre acabó por cagarse y mearse encima porque lo mantuvo atado y amordazado a una silla durante dos días. Marco había aprovechado que su madre le había dejado solo en casa durante un fin de semana porque se iba de visita a ver a una amiga. Nunca más volvió. En cuanto a su padre ni siquiera le conoció, lo único que le recordaba a él era la horrible cicatriz que dejó en el rostro de su madre una vez que éste la atacó con un trozo de cristal afilado. La marca era como un cañón que separaba violentamente la tierra de su carne en dos. Marco El Loco no podía mirar la cara de su madre (o recordarla) sin cabrearse. Cabrearse bien, cabrearse del rollo te entran ganas de vomitar y destruir el primer cuerpo dotado con el don de la vida que se cruce en tu camino.


De vuelta a esta asquerosa ciudad, pensaba Marco, aunque hacía un año que se había mudado a otra, seguía asistiendo al psiquiatra que mientras vivía en la ciudad sin dios se le había asignado, después de tanto tiempo con el mismo cambiar no tendría mucho sentido, aunque tuviera que trasladarse de una ciudad a otra para cada cita. Tampoco importaba, la cosa estaba fatal porque todo el mundo andaba mal de la cabeza después del covid, así que todo el servicio de salud mental se encontraba realmente colapsado y las citas eran cortos encuentros de cuarenta y cinco minutos que se producían cada tres o cuatro meses. Una vez más tampoco importaba, Marco tenía que ir para que al menos se le hiciera un seguimiento de la medicación que tomaba, le habían convertido en un adicto, tenía que renovar su demanda de droga. La necesitaba para saciar su dependencia y para no matarse. La escasa terapia no le había curado, tampoco los psicotrópicos ni los antidepresivos, tan sólo el tiempo y la tranquilidad podían hacerlo.


Su psiquiatra era una mujer cabal, alta, media edad, profesional y agradable. Era argentina y se llamaba Solange. En cada visita la cosa se retrasaba y entraba más tarde de la hora acordada porque el personal estaba realmente saturado, mejor para Marco, así perdía más tiempo de trabajo. Aunque normalmente le agradaban las conversaciones durante la terapia, en los últimos encuentros se había encontrado desanimado por los consejos y opiniones de su terapeuta, la órbita de la charla formaba una elipse alrededor de sus pensamientos obsesivos relacionados con el suicidio y el uso abusivo de drogas. Marco ya casi no consumía drogas que no le fueran recetadas, el alcohol le aburría, las pastillas habían perdido toda su gracia después de tanto tiempo tomándolas, la marihuana aún de vez en cuando le daba paranoia, la cocaína y demás mierdas estaban bien para un rato, pero también le aburrían, eran caras, destructivas y provocaban adicción. Ya tenía suficientes adicciones.


La doctora le recordaba una y otra vez que tenía muchas razones para seguir vivo, él lo sabía sin lugar a dudas, pero la sensación constante de su propia rendición ante la vida era lo que más le atormentaba. No era un pensamiento consciente, llegaba a su cabeza y se quedaba allí adentro por unas horas, luego desaparecía, luego volvía. La mitad de su tiempo lo pasaba creyendo, sin un ápice de duda, en la absoluta certeza de que algún día se quitaría la vida. Se acostumbró tanto a ese sentimiento que simplemente lo aceptaba a regañadientes, lo toleraba como cualquier otra manera de morir, tal vez a él le llegaría la hora un poco antes de lo esperado, ¿importaba acaso? A veces le hacía sentir especial, saber que algún día él decidiría dónde, cuándo y cómo. Mierda, la mayoría de la gente no toma verdaderas elecciones, él podría llegar a hacerlo.


Los escasos cuarenta minutos de terapia se acabaron rápidamente, Solange le despidió con una sonrisa o lo que parecía ser una sonrisa detrás de su mascarilla. La gente ya no sonreía con la boca, sino con los ojos, había que reaprender el lenguaje facial de las personas. Marco salió de allí, arrancó el coche, subió la colina en busca de un lugar tranquilo para tomar café, siempre lo hacía después de la terapia. Aparcó cerca de un lugar que divisó mientras conducía, de camino al bar dió un rodeo para pasear, probablemente sus pasos inconscientes le llevaron de cabeza a una plaza en la que sólo había estado una vez en aquella ciudad sin dios. Era una bonita explanada peatonal con una fuente en el centro, había varios restaurantes, en uno de ellos hacía meses había almorzado con una chica mexicana que conoció en Tinder. Pasaron una tarde maravillosa entre besos y caricias, fue el primer y último día que se vieron, pues la chica, Scarlett, estaba de vacaciones en España y se marchaba al día siguiente.


—Tanto amor que dar y tan poco tiempo. —Decía Marco, con una erección monstruosa.


—Seguro que el tiempo nos dará otra oportunidad, mi amor. —Respondía ella con cariño apretando su cuerpo con el de Marco.


Sólo el tiempo podría saberlo, ahora se encontraban a varios miles de kilómetros el uno del otro. Marco no pudo evitar sonreír y enviarle una foto del lugar, ella contestó inmediatamente con un icono de un corazón rojo. ¿Qué hora será ahora en México? Ay, su linda tlaxcalteca de la que había olvidado el rostro, pero no sus tetas ni su corazón. Entonces Marco levantó la mirada, pudo ver claramente a dos jóvenes comiendo juntos en la misma mesa del mismo restaurante que un día aquella bonita pareja ocupó. Los estaba viendo, estaban allí, eran él y Scarlett, aunque sabía que no podía ser cierto, decidió que fuese real. Analizó sosegadamente y desde la distancia, aunque de los dos rostros sólo pudo ver el suyo, pues Scarlett estaba de espaldas según su perspectiva. Una fina y soluble nube se interpuso entre El Sol y la ciudad sin dios, haciendo que la luz ambiente tomara tonos más oscuros, cuando la nube se separó siguiendo su camino dejó a su paso un rastro de mortecinos reflejos verdosos que pronto lo inundaron todo. Esa alucinación en concreto le gustaba mucho a Marco, el verde era un color que le relajaba, movió de nuevo su vista y los jóvenes habían desaparecido, el restaurante ni siquiera estaba abierto. Pero todo seguía verde, cada vez más verde, curiosamente la vegetación había perdido sensiblemente parte de su coloración y prácticamente sólo reflejaba tonos sepia.


Un viejo se paró a su lado, durante esas horas debido al calor no había nadie por las calles, eso le gustaba a Marco, pero la gente le disgustaba, el viejo le disgustaba.


—¿Un día duro, muchacho? —Preguntó el carcamal aburrido y arrugado, mientras se sentaba a su lado y apoyaba su peso en su bastón.


—No más que cualquier otro. —Respondió Marco sin mirar a la cara al tipo mientras todavía alucinaba.


—Ah, ya lo creo.


Mierda, pensaba Marco, tengo que conducir treinta kilómetros de camino al curro y no sé diferenciar "lo que es real" de "lo que no es real". Un día de estos me mato por accidente en lugar de por voluntad propia.


—Bueno, tenga usted un buen día, caballero. —Dijo Marco en voz muy alta. —Mi descanso ha terminado.


—Que te vaya bien, hijo.


Marco tomó su café y no le fue ni bien ni mal.


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