miércoles, 20 de julio de 2022

Todxs locxs

Era una espléndida y luminosa mañana de Verano cuyo calor sólo avivaba mi tormento. Sacudí mis tristes pensamientos y lavé mi cuerpo (lo sequé al viento), al salir de la ducha me topé, casi con sorpresa, con el reflejo de mi fisiología en el espejo del baño. Me sentí raro, sentí que ese trozo de carne no era yo; ahora me encontraba completamente desnudo en cuerpo y alma, y ese extraño que me observaba y que era una copia de mí, sin lugar a dudas, no era yo. Me vestí rápidamente, bostecé una y otra vez antes de salir de casa, ya asomaba El Sol pero aún la brisa matutina sazonada en salitre ponía mis bellos de punta.

Solía tener este amigo, depresivo y enfadado con el mundo entero, con el que tomaba café en el bar de la esquina por las mañanas muy temprano porque ninguno de los dos teníamos costumbre de dormir por las noches. Era vasco, para ser vasco era muy gracioso, lo era porque decía tal cantidad de frases por minuto que por mera estadística siempre decía algo que me hacía reír. Por lo demás, sin embargo, la inmensa mayoría de cosas que salían por su boca eran una amalgama heterogénea de profundas y horribles maldiciones que formulaba hacia aquellos que en el pasado le procuraron desgracias, además de críticas e insultos hacia esta sociedad de mierda que se iba al carajo inexorablemente; era un hombre que vivía su vida terriblemente atormentado. Él, por supuesto, tenía todas las soluciones a todos los problemas, pero nunca las llevaba a cabo. Era esa clase de persona. Siempre pensé que acabaría suicidándose, si lo pensaba de mí, que me iba más o menos bien en la vida, de él no podía esperar nada mejor. Nunca vi a alguien del norte adaptarse al cien por cien a la idiosincrasia y al modo de vida del sur, el amigo no era una excepción.


—¿Me pone un mitad doble y un cortado doble, por favor? —Dije al dueño del bar, que atendía en la barra.

—Vamos a intentarlo. —Dijo, y al cabo de un minuto al tipo se acercó a nuestra mesa con rapidez y sirvió los cafés, dos mitad doble. Le sudaba los cojones todo.

—Muchas gracias, caballero. —Dije con una sonrisa sincera.


Me encantaba aquel lugar, típico bar de borrachos mañaneros, viejas arrugadas con más cara de perro que sus propios perros, currantes que toman sus dosis de cafeína para aguantar la sofocante jornada de trabajo que los espera, y toda esa clase de gente; personas en cuyos rostros podías leer las huellas de un pasado tortuoso y el miedo a un futuro aun más oscuro. En el bar nunca había nadie normal, ni siquiera mi amigo o yo. Justo en frente había un "sanatorio mental" (o como coño lo llamen ahora) y cada mañana algunos internos que tenían permisos de salida se acercaban al bar. Una vez más, expresiones faciales estúpidas, agotadas, tristes. Algún día seré uno de ellos, pensaba yo. Ya me sentía como ellos por dentro, en parte al menos, pero cuánto me demoraría para también serlo por fuera era una incógnita.

El vasco seguía con su retahíla de insultos y quejas por su trabajo, por el gobierno fascista que nos amordazaba o por sus viejos traumas infantiles que todavía le atormentaban.


—Los putos fachas de mierda, ahora quieren poner un muro en Melilla al estilo Trump y prohibir la educación sexual en los institutos. —Decía indignado con su café en una mano y un cigarrillo en la otra, la cual movía enérgicamente. —Y encima la mayoría de los hijos de puta éstos, descendientes de terratenientes y de altos cargos fascistas durante la dictadura, no han cotizado ni un puto año de trabajo en su puta vida. ¡Hay que joderse!


Había que joderse, claro, no había otra alternativa para los pobres, nunca la hubo. Además eran tiempos post-covid, las personas se habían vuelto medio locas, más lo locas que ya estaban antes.

Después del café y el cigarro acostumbrábamos a ir a un parque cercano, nos tumbábamos sobre la hierba fresca bajo la sombra de un olivo, fumábamos algún porro y cuando el calor arreciaba nos despedíamos y cada uno se iba por su lado. De vuelta a casa paré en la farmacia para ver si ya me tocaba sacar mis pastillas de loco.


—Buenos días. —Dijo muy educadamente la farmacéutica. Una mujer cercana a los cuarenta con ojos verdes y brillantes y un cuerpo grueso y moldeado donde la carne se situaba en los lugares idóneos para hacer de su contorno algo delicioso. —¿Qué deseas?

—Quiero saber si ya me toca sacar el clorazepato y la sertralina. —Respondí.

—Sí, ya puedes sacarlos. —Dijo al comprobar los datos de mi tarjeta en el ordenador. —¿Los quieres?

—Si eres tan amable. —Sonreí a través de la mascarilla.


Ella se marchó a por mis medicamentos y a través del pasillo pude contemplar aquel culo ondulante, grande, redondo y proporcionado; casi hasta llegar a él los bucles de su melena castaña se agitaban con gracia. Mientras tanto, en el mostrador de al lado había una vieja requetevieja comprando su dosis. Otra farmacéutica le atendía y le dió, entre otras cosas, sertralina, a lo que la vieja preguntó:


—¿Esto pa' qué es? 

 —Para controlar la tristeza, señora. —Dijo la farmacéutica. Aunque la pobre anciana, entre tantos medicamentos que engullir para sobrellevar lo poco que le quedaba de su miserable existencia, se mostraba confusa.

—¿Le importaría escribirlo en la caja? Para acordarme.


En eso llegó mi medicación.


—Aquí tienes, son sesenta y cuatro céntimos. —Dijo la mujer colocando las pequeñas cajitas frente a mí. Agarré la droga, la guardé en mi riñonera y le di cincuenta y cinco céntimos.

—El céntimo que sobra puede donarlo al lobby de las farmacéuticas. Muchas gracias y tenga un buen día.


Estaba decidido, la tía estaba muy buena y hoy sería una buena jornada de trabajo. Me encerré en mi estudio y aquel día transcurrió como cualquier otro.


José González - In Our Nature (Full Album)

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