miércoles, 6 de febrero de 2013

Mi hijo es un exagerado.

Había pasado la media noche pero yo seguía estudiando en su habitación, con mis libretas y apuntes apoyados sobre el escritorio. Me dirigí al salón donde él estaba, sentado en el sofá negro viendo la televisión.

—¿No cenas, hijo? —Le dije tras abrir la puerta del salón.

—No. —Dijo, y calló.

—¿Por qué? —Sentí que era mi deber como padre insistir.

—No tengo hambre. —Y empotró su cabeza contra un cojín que sostenía entre sus brazos y sus piernas cruzadas. Y lloró. Me senté con él y le pregunté qué le ocurría. 

—No me gusta el instituto. —Dijo sollozando.

—¿Por qué?, ¿qué te ocurre con el instituto? —¿Quién sabe?, tal vez tenía problemas con otros muchachos mayores que él.

—No es sólo el instituto. —Decía mientras su voz desafinaba—. Nunca estoy contento, siempre estoy triste. Sólo soy feliz cuando hago música. —Aquellas palabras me rompieron el alma, ¿habré tenido yo algo de culpa como padre?, fue lo primero que me saltó a la mente.

—¿Y no hay nadie que merezca la pena?

—No, nadie. Todo el mundo es una mierda.

Llora, se droga, se daña a sí mismo, reflexiona sobre la muerte, escribe, se deprime. Pero yo no sé nada de ésto.

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