lunes, 12 de marzo de 2018

El viaje

Era una soleada mañana de Invierno y yo volvía a casa de comprar el pan que ya estaba empezando a devorar, había vuelto al hábito de desayunar. Mientras abría el portal del edificio una chica apareció detrás de mí.

—Hola, ¿qué tal? —Dijo ella.

—Buenas. —Respondí yo. Abrí la puerta y ella entró primero.

Esperando al ascensor preguntó: —¿Tú eres el del décimo?

—El mismo.

—Yo soy María, la nieta de Carmen. Ahora que ella no está estoy viviendo en su casa.

—¡No me digas! Hace como diez años que no nos vemos, no te reconocí. —Decía limpiando mi barba de migas. —¿Cómo está tu hermano?

—Muy bien. Terminó la carrera hace un año y ahora va a casarse.

—Fíjate. ¿Y qué tal tú?

—Bien. Me he mudado aquí porque me pilla mucho más cerca de la facultad. El pueblo está muy lejos y no conduzco.

—Claro, claro.

—¿Qué hay de ti? —Dijo mirándome a los ojos con desdén.

Las puertas del ascensor se abrieron y entramos.

—¿Yo? Estoy en mitad de una crisis existencial. No tengo muy claro qué es lo que el mundo espera de mí, no sé qué espero yo mismo de mí. —Dije limpiándome la barba de nuevo.

—¿Cómo? —Dijo incrédula.

—Pues eso, que estoy en la mierda. He medio llegado a la conclusión de que Dios podría ser un pervertido, sátiro y psicópata que nos creó para comprenderse mejor así mismo. Dios tiene inquietudes. ¿No es increíble?

—¿Estás borracho?

—Sí. —Y seguía con mi pan. —Hay un mito griego que decía algo así como que Zeus dividió al ser humano en dos, al contemplar su poder y talento, quedando así maldito por siempre y subyugado ante la imperiosa necesidad de buscar su otra mitad. De ahí nace el amor.

—¿Y de dónde crees tú que viene?

—Todo es química. Todo se puede solucionar tomando las dosis químicas adecuadas, o asegurándote de que tu cerebro las libere naturalmente viviendo ciertas situaciones o teniendo ciertas experiencias, lo cuál es más o menos lo mismo. Siempre hay una necesidad.

—¿Te asusta la necesidad?

—Me asusta la escasez. —Me terminé entonces el último trozo de pan. —No quiero equivocarme nunca más y hacer daño a los demás o a mí mismo por necesidad. Por ejemplo, si quisiera podría enamorarte ahora mismo, en una semana estaríamos haciendo el amor y en un mes ya no querrías saber nada más de mí, o podría ser al revés o podría no ser ninguna. La pregunta es, ¿para qué forzar a que las cosas salgan si van a salir mal? Prefiero ahorrarnos el esfuerzo y la pena. Lo mismo me pasa con todo.

—Entonces no hay manera de encontrar la felicidad. Es eso, ¿no? Estamos todos malditos.

—Eso seguro, como mínimo.

—¿Sueles soltarle este muermo a todo el mundo que te pregunta cómo estás?

—No. Sólo quería saber cómo se siente responder sinceramente a esa pregunta por una vez.

Las puertas se abrieron y ella salió.

—Adiós. —Dijo ella.

—Adiós. —Dije yo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario