lunes, 10 de abril de 2023

Espuma De Escupitajo

Desperté muy temprano, aún amanecía, ella se vestía frente a las cortinas mientras yo, tumbado sobre mi cama, contemplaba su silueta envuelta en una densa sombra. Simulando dormir deseé que se marchase sin despedirse, pero cuando una vez se hubo vestido, entre la penumbra su brazo alcanzó mi hombro y pronunció mi nombre en un tono alto y condescendiente. Yo hice caso omiso girando mi cuerpo hacia la pared, interpretando mi papel. A mis espaldas ella hizo algunos ruidos extra, como encender su teléfono, remover el interior de su mochila o dejar caer los zapatos delante de la silla en la que se sentó para calzarlos. Entonces yo hice como si despertase.

—¿Ya te vas? —Pregunté tratando de que mi voz sonara como recién despierto.
—Ya me voy. —Pude deducir cierto rencor en su mirada.
—¿Te ocurre algo? ¿He hecho algo malo? —Pregunté con la mayor de las sorpresas. Yo estaba fingiendo y ella lo sabía, también sabía que ella sabía que yo lo sabía.
—Más bien es lo que no has hecho. —Dijo colgándose la mochila a un hombro.
—Bueno, ¿y me lo vas a reprochar?
—A ti te han dado muy poco cariño, ¿verdad? —Sentenció mientras salía del dormitorio.
—Verdad.

Se marchó cerrando la puerta de mi habitación y luego la de casa, ambas con sendos golpes muy sonoros. Yo seguí descansando en calzoncillos unas cuantas horas más aprovechando que por fin me había dejado solo, acurrucado en mi nido infinito de mantas, escondido en mi sueño, allí donde nada podía herirme, ni siquiera yo mismo.

Horas más tarde desperté con el estómago vacío y malas sensaciones extrasensoriales, pero ese solía ser mi estado habitual, pasaba por episodios de despersonalización varias veces cada día. Mi psiquiatra decía que le preocupaba que fuese síntoma de psicosis, yo le decía que esos momentos eran preciados para mí porque no sentía dolor. Engullí un churrasco de pan seco y duro, un traguito de agua, encendí un porrito y salí a la calle. Había una amplia avenida, gente caminando de un lado a otro, en el cielo los aviones, un tipo tirado en mitad de la acera, su postura resultaba de lo más antinatural que existe. Nadie prestaba atención salvo para evitar pisarle. Este mundo es un mundo oscuro, pienso.

Me acerco y le digo hola, le pregunto como se encuentra, si habla mi idioma, si le puedo ayudar; pero parece que ya aceptó su suerte. Difícilmente acabamos encontrado una manera satisfactoria de entablar comunicación a base de gestos, breves palabras repetidas una y otra vez y gruñidos. Entendí, por lo poco que dijo, que se había caído muy temprano por la mañana y no había podido levantarse. Nadie le había ayudado a hacerlo durante horas. Agarré su brazo y cuando gimió en sentido afirmativo ambos hicimos un esfuerzo y levantamos su decrépito cuerpo hasta que se mantuvo en pie por sí solo ayudado con un bastón. Caminamos a un banco donde pudiera sentarse, su gorro y su abrigo tapaban su rostro y su cuerpo, sus movimientos eran torpes y temblorosos y aun cuando su cuerpo reposaba sobre el asiento en buena postura seguía mostrando una forma enferma y bizarra.

Compré algo de comida y bebida para que se repusiera ya que me dijo que llevaba dos días sin comer. Mientras abría la bolsa donde estaban los alimentos se emocionó y comenzó a llorar, como tremendamente conmovido porque nunca nadie ofrece misericordia a cambio de nada. Yo también sentí un remolino de emociones, sentí pena de él, de mí y del resto de seres humanos que sólo se tienen a sí mismos.

—Hay gente tan desgraciada que su suerte no les deja preocuparse por los demás.
—Dios te bendiga, niño. Eres un ángel. —No le corregí. Yo no tenía nada de angelical y parecía que Dios había perdido interés en mí.

Me contó que tenía un hijo con algún tipo de enfermedad congénita bastante chunga, una madre de noventa años y nadie que le pudiera ayudar. No entendía completamente la mayoría de cosas que decía, en realidad, su triste alma se derramaba de su cuerpo a cada gesto, a cada palabra. Continuamos un rato allí, la gente observaba de paso, todo el mundo miraba al menos durante unos segundos aquella escena. El tipo pareció relajarse y cuando lo vi más repuesto nos despedimos con un abrazo y ofrecimos mutuamente los deseos más sinceros de salud y prosperidad. Mientras me alejaba pensaba en los escasos impulsos de bondad espontánea entre humanos, como uno de los instintos más maravillosos de nuestra especie que algún día tendríamos que reconquistar.

Seguí caminando, tenía que hacerlo, pasear formaba parte de mi rutina diaria para mantenerme estable mentalmente. De algún modo en los últimos años me había sumido en un oscuro pozo de depresión, ansiedad y un trastorno obsesivo que no habían diagnosticado con total seguridad, por consecuencia me volví dependiente a los ansiolíticos y a los antidepresivos. Pasaba muchísimas horas todos los días trabajando con mis ordenadores y máquinas en mi maravilloso proyecto artístico, ese que debía otorgar el reconocimiento absoluto de la crítica y del populacho al autor de una obra tan brillante. Lo cierto es que nadie me conocía como artista y yo no hacía nada para que no fuese así, sin embargo me alimentaba de mi propia ambición, la de superarme a mí mismo y disfrutar del proceso de creación, aunque arduo y en absoluto rentable económicamente. A fin de cuentas, el arte como método de expresión y transmisión de mensajes constituía para mí una especie de religión sin nombre, una fe ciega hacia el propio Universo que se inclinaba ante mí y me permitía hacer cosas extraordinarias. Llegué a la conclusión de que no había en absoluto diferencia entre la obra que es expuesta y genera cambios en el mundo a la obra que se quedaba en un cajón oscuro para toda la eternidad. Como tantas otras cosas, lo que mi trabajo pudiera crear en el mundo me daba igual, casi nada me resultaba importante salvo librarme de la obsesión por el suicidio y la muerte. Habría dado cualquier cosa a cambio de tranquilidad, esa resultaba ser la única y más costosa ambición que puede atormentar a un hombre. Irónica es la vida como irónica es la muerte.

Yo era un pobre que caminaba por las calles de su ciudad, su asquerosa ciudad, había vuelto a ella como vuelve un criminal a la escena del crimen. Aunque no había tanta diferencia entre tener dinero y no tenerlo, mientras confiara en que la vida es un juego todo iría bien, de no ser así un enfermo mental como yo no habría sobrevivido a aquellos años. Sin lugar a dudas algún tipo de providencia me ayudaba, probablemente también a muchos otros, deseaba que fuese así con todas mis fuerzas. Se puede vivir sin dinero, sin comida, sin casa e incluso diría que sin amor, pero no sin esperanza, yo alimentaba la mía como un fuego que lucha por sobrevivir bajo la lluvia.

La gente no era mala, cada uno intentaba con todas sus fuerzas hacer el bien, pero es complicado encontrar la verdadera idea del bien y todavía más actuar conforme a ella. La humanidad lo llevaba intentando durante eones, ¿cómo iba un solo hombre a lograrlo en una vida? Seguí paseando sin rumbo, dejándome acariciar por los rayos de Sol que asomaban por entre las hojas de los árboles de la avenida. Cruzando una esquina vi a una muchacha de mi edad que caminaba en mi misma dirección unos metros más adelante, escuchaba música con auriculares y lo estaba sintiendo bien fuerte, su cuerpo se movía con delicadeza y estilo así como sus brazos, que ondulaban como banderas movidas por el viento. No sólo podía ver la estela de energía que su aura desprendía a su paso, sino que pude percibirla como si fuese una corriente de aire caliente por la que planear como un pájaro. Me llamó la atención y la seguí, su contoneo inspiraba en mí cierta alegría, no pude ver su rostro pero sin duda estaba sonriendo. En algún punto la perdí entre el gentío, desapareció igual que vino, como una alucinación que trata de contar algo que nunca comprendo del todo.

Entonces sentí hambre y decidí entrar a un supermercado, en las puertas había tres adolescentes que estaban recibiendo tremendo sermón del segurata.

—A lo mejor os creéis que esto es como Argentina o El Salvador o de donde coño vengáis, pero no podéis venir a robar día sí y día también. Como si no pasara nada por robar comida. —Su mirada y sus gestos rebosaban desprecio. 
Pues esta vez ya me habéis cansado, siempre montáis la escena cuando es mi turno, así que ahora se ocupará la policía.

Efectivamente había un par de coches de policía (policía local, no la policía de verdad) y unos cuantos guardias observando la escena. Qué bien que gasten el dinero de mis impuestos en traer media comisaría porque unos críos han robado comida, pensé, cuando los llamas porque a las cuatro de la mañana están armando bronca bajo tu ventana ni se preocupan en aparecer porque le tienen miedo a los gitanos de mi barrio.

Buscaba algo barato y razonablemente sano que comer, el resto de tiendas ya estaban cerradas porque casi había anochecido, así que tuve que conformarme con la basura precocinada, industrializada y aderezada con microplásticos que vendían allí. Había dos policías más que estaban dentro deambulando por los pasillos, es decir, simulando que hacían su trabajo. Me acerqué a ellos.

—Buenas, ¿sabes dónde está el aceite? —Pregunté al que tenía más cara de cerdo.
—Somos policías. —Dijo con cara de estar olfateando mierda de un perro enfermo.
—Ya, ya. ¿Pero sabéis dónde está el aceite?
—¿No te hemos dicho que no trabajamos aquí, niño? —Intervino vehemente su compañero, con un poco menos cara de asco.
—Ni aquí ni en ningún sitio, parece. —Les regalé mi más estoica y apática mirada y me esfumé, compré algunos vegetales baratos y salí del lugar. Cuando pasaba por la puerta el guardia de seguridad aún estaba vomitando su discurso ético-moral a los ladrones mientras los policías observaban. Eso sí que lo hacían de puta madre, observar.

El día tenía muchas horas, de ellas una gran cantidad había que emplearlas en esperar a la muerte, sencillamente matar el tiempo sin matarse a uno mismo, y tal vez con suerte alguna de aquellas tardes aburridas y solitarias llegaría la salvación de algún modo extraño, apasionado e inesperado. La monotonía podía abrazarte y darte calor y ahogarte y arrancar todas las energías de tu cuerpo, podía sentir ese miedo abrumador a una vida estática y definida, y sin embargo ese mismo miedo era el que me mantenía quieto como una roca durante extensos lapsos de tiempo, en ocasiones meses. En ese contexto uno puede contemplarse a sí mismo como una mota de polvo flotando en corrientes gravitacionales colosales cual pieza diminuta de un mecanismo infinito. A veces recobraba entereza gracias a ese pensamiento, una gota de lluvia no es, en esencia, diferente del océano en el que cae y se pierde. Nunca hubo diferencia fundamental entre una montaña de oro y otra de tierra, entre el perro y el hombre que devora al perro; vivir y obrar del modo correcto, no por deseo, sino por convicción de lo que es verdadero y lo que es falso. La victoria y la derrota son lo mismo, sin embargo la renuncia nunca es suficiente, se necesita movimiento para generar una reacción, así mismo la acción no debe dominar al individuo. Actuar en beneficio del alma, que es con frecuencia obrar en contra del mundo, es irónicamente el camino legítimo. La búsqueda del enriquecimiento del espíritu es la renuncia a formar parte del intercambio de karma con el resto de individuos. Ironía. El acto más misericordioso y generoso que un humano puede llevar a cabo es el de preocuparse únicamente por la salvación de su propia alma. Ironía.

Aun con todo, el dolor era la única constante en mi vida, siempre lo fue, a pesar del resto de infinitas variables. No tenía opción, tuve que tratar de no matarme a mí mismo ni morir de hambre. Sólo estas dos tareas resultaban terriblemente agotadoras. ¿Cómo lograba la inmensa mayoría de personas aguantar las ganas de suicidarse? ¿Cómo? Seguí mi camino hacia ninguna parte, huyendo de unos pensamientos que siempre estaban conmigo alimentándose como una rémora de la suciedad acumulada en los pliegues de mi pensamiento. Me senté bajo El Sol completamente convencido de mi cercana muerte, pero no había realmente pena o dolor, únicamente vacío.

Me preguntaba, ¿cómo lograba la inmensa mayoría de personas aguantar las ganas de suicidarse? ¿Cómo coño lo hacían?

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