jueves, 24 de abril de 2014

Abandonar la reunión lo le sirvió de nada a Philip para limpiar su mente de porquería. Echó a andar por Fillmore Street lleno de ansiedad. ¿Y su arsenal de técnicas para sosegarse? Todo cuanto durante mucho tiempo le había proporcionado estructura y serenidad se desmoronaba: su disciplina mental, su perspectiva cósmica. Buscando la ecuanimidad, se dijo: no forcejees, no te resistas, despeja tu mente; no hagas otra cosa que mirar el espectáculo pasajero de tus pensamientos. Deja que tus pensamientos pasen por tu conciencia y luego se desvanezcan.

Las cosas se hacían conscientes, sí, pero no se desvanecían. Por el contrario, las imágenes deshacían el equipaje, colgaban la ropa, organizaban la cada de su mente. Apareció el rostro de Pam. Philip se concentró en su imagen, que, sorprendentemente, se transformó retrocediendo en el tiempo: sus rasgos rejuvenecían, y porto pudo ver a Pam tal como la había conocido hace muchos años. Cuán extraño era vislumbrar a la joven adulta. Normalmente imaginaba la trayectoria opuesta, ver el futuro en el presente, la calavera bajo la impoluta piel de la juventud.

¡Cuán radiante aparecía su cara! ¡Y qué sorprendente claridad! De las mil y una mujeres cuyos cuerpos había poseído y cuyos rostros se habían difuminado hacía tiempo, fundidos en un solo semblante arquetípico, ¿cómo era que el rostro e Pan persistía con tal profusión de detalles?

Luego, para su asombro, le vinieron a la vista nuevos recuerdos de la Pam joven: su belleza, la desbordante excitación que ella había sentido cuando él le ató las muñecas con su cinturón, sus orgasmos en cascada. Su excitación sexual, la de Philip, era apenas un vago recuerdo corporal, una silenciosa sensación de presión y regocijo pélvicos. Recordó también quedarse en brazos de ella largo rato. Y precisamente por ese motivo la había considerado peligrosa y había decidido no verla nunca más. Pam representaba una amenaza para su libertad. Lo que él perseguía era la rápida satisfacción sexual: ése era su salvoconducto para la ansiada paz en soledad. No deseaba la carnalidad, lo que quería era ser libre, escapar de las ataduras del deseo para poder entrar, siquiera fugazmente, ne el ámbito libre de deseo de los verdaderos filósofos. Solamente una vez saciado podía tener pensamientos sublimes y reunirse con sus amigos, los grandes pensadores cuyos libros eran para él como cartas personales.

Tuvo más fantasías; la pasión volvió a hacer acto de presencia y lo arrancó de la lejana tribuna de los filósofos. Philip ansió, deseó, quiso. Y, más que ninguna otra cosa, quiso tener entre sus manos el rostro de Pam. Las estrictas conexiones entre pensamientos perdieron consistencia y cohesión. Imaginó un león marino rodeado por un harén de focas, y luego un chucho lanzándose una y otra vez contra la cerca metálica que lo separaba de la perra en celo. Se sintió como un cavernícola armado de una estaca, gruñendo, ahuyentando a sus competidores. Quería poseerla, lamerla, olerla. Pensó en los musculosos brazos de Tony, en Popeye zampándose las espinacas y lanzando la lata vacía. Vio a Tony montando a Pam, ella espatarrada, rodeándolo con los brazos. Ese coño tenía que ser para él y nadie más. Ella no tenía ningún derecho a profanarlo ofreciéndoselo a Tony. Todo cuando ella hacía con Tony mancillaba el recuerdo que Philip tenía de Pam y empequeñecía su experiencia. Sintió náuseas. Era un bípedo.

Torció hacia el paseo marítimo y luego cruzó Crissy Field hasta la bahía y continúo bordeando el mar, donde el oleaje y el aroma de la sal consiguieron sosegarlo. Tiritó y se abrochó la chaqueta. En el crepúsculo, la fresca brisa del Pacífico enfilaba el puente Golden Gate y pasaba rauda por su lado igual que las horas de su vida pasarían siempre por su lado sin calor ni placer. Aquel viento presagiaba la escarcha de infinitos días por venir, días polares de levantarse por la mañana sin esperanzas de hogar, amor, contacto, goce. Su mansión de puro pensamiento no tenía calefacción. Qué raro que no lo hubiera pensado antes. Continuó caminando, pero con la trémula certeza de que su casa (y su vida entera) había sido construida sobre unos cimientos tan falsos como endebles.


                           
                                                                                La cura Schopenhauer, Irvin D. Yalom.


No hay comentarios:

Publicar un comentario