miércoles, 15 de junio de 2011

Serve the servants.

Vuelvo a casa, axilas sudadas y frente empapada, flequillo abierto y mojado; y de nuevo: no quiero mirarme al espejo. Me doy igual, ¿qué cosa podría hacer yo que no fuera lamentarme por algo que no hago? Siéntome en mi cama, cojo mi instrumento y toco como un rezagado. Aburrido de tocar las canciones de mis ídolos una y otra vez, comienzo a componer una mediante fragmentos que inventé en meses pasados, queda bien para mi sorpresa, tan bien que le hace falta un letra de inmediato; pero como no fui bendito con dotes de cantautor, mi frustración es evidente. Veo esa bellísima guitarra en el escaparate de una tienda, o en las manos de ese guitarrista anónimo internauta y, ¿cómo no?, la frustración me llena y vacía a la vez. Pienso: "Que bien quedaría apollada en mis piernas, y que bien sonaría tocada por mí", pero no puede ser. Tras una reconfortante ducha me coloco de perfil en frente del espejo, mirome de pies a cintura, y de cintura a cabeza reflejado al espejo... no me gusto; pero no importa, no gusto a nadie; pero no importa, ni a mí mismo; pero no importa. Cansado de vanas palabras de ánimo de gente vana, que realmente más que ayudarme o molestarme, me hacen perder tiempo, hago lo que mejor se me da: asentir con la cabeza y dar la razón como a los tontos; pero el tonto soy yo.

Me siento como un traidor, pero ahora intento darme justificación, la misma que ella se da a sí misma cuando le ayuda. La misma que yo no le niego, ella tampoco debería negarla salida de mí. Y de este modo le exageraré todo para que suene más creible, debido a su vil forma de ser y mi rastrero yo.

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