jueves, 9 de enero de 2014

Profesor dorado.

Llegamos al río seco a media mañana, estábamos inseguros y nerviosos, ella se veía tan desentonada con él y conmigo; ella sólo pensaba en que todo se le iría de las manos, en que no podría sostenerlo. Caminamos por el cañón durante aproximadamente una hora, nos sentíamos tan impacientes, no podíamos esperar a aquel momento incierto en el que sin saber de qué manera y cómo nos afectaría despegaríamos para emprender un viaje hacia un lugar tan lejano. Las risas eran constantes, las montañas se derretían, los árboles danzaban a nuestro alrededor, los colores se intensificaban hasta límites que jamás pudimos imaginar y todo lo claro brillaba como el reflejo limpio y puro del sol sobre la superficie del océano. Ella aún seguía encerrada en su mundo de incertidumbre y de inestabilidad cuando él y yo encontrábamos motivo de risa en las propias carcajadas del otro, en el hecho de haber comenzado una búsqueda en una experiencia que unos críos como nosotros tal vez no estaban preparados para experimentar.

Escondido entre los altos árboles y el follaje encontramos un disimulado sendero que conducía a una gran grieta de una de las paredes de rocas del cañón, aquel lugar nos trasmitió a cada uno de nosotros, individualmente y en completa soledad, ese estado que no espérabamos, pero que buscábamos de alguna manera. Entré, no había más de un metro de espacio entre ambas paredes de la gruta, el agua surgía de ellas, tocaba y olía el barro, respiraba la humedad; e influenciado por mi propio misticismo silbé. Mis silbidos cobraron vida propia mientras las ondas del sonido rebotaban de una pared a otra, habría deseado tener mi guitarra entonces, pero no me fue necesaria, mis labios emitían sonidos mágicos que yo no pensaba, llegaban solos. Yo era Miles Davis y mis silbidos eran un solo de trompeta, el murmullo del bosque era el resto de la orquesta, hicimos un jazz precioso allá dentro. Fue entonces cuando empecé a entender la complejidad del lugar hacia el que me destinaba aunque nunca llegara a comprenderlo del todo.

Preparamos un fuego, hacía frío aunque el Sol nos alumbraba directamente, ella nos invitó a él y a mí a un cigarro (¿a cuántos nos invitó ese día?). Nunca uno había sabido mejor, el humo púrpura destilaba la situación aportando un tinte soñador, el rojo intenso de la hoguera, tan intenso como nunca lo había visto pero a la vez transparente, asustaba, era una criatura enojada que respiraba. Entre más risas y conversaciones tratando de explicar lo que sentíamos algo nos hizo dedicarnos a nosotros mismos, a descubrir todo lo que el universo y el mundo nos mostraba y sólo en ese estado podíamos entender y estudiar. Una simple hoja seca y muerta tirada en el suelo no era lo que parecía, sino un universo infinito de ramificaciones de tallos, grietas y colores. Todo estaba por descubrir y nuestra curiosidad no tenía límites, el tiempo pasó, y pasó lento, pasaba lento aunque a su vez nos pareciera increíble que hubiéramos dedicado tanto a cosas tan aparentemente banales como oler la madera quemaba o abrazar un gran eucalipto y escuchar sus latidos, pero amigo, no nos encontrábamos en este mundo, no físicamente. Los sentidos se engañaban los unos a los otros, y entonces comprendí que si regimos nuestra existencia únicamente por lo que percibimos por nuestros sentidos erraríamos, pues, ¿quién dice que la percepción que nosotros entonces teníamos era falsa y no la del resto de las personas en estado normal?

El regreso a la ciudad fue además un regreso a la realidad bastante forzado, ya oscurecía y empezábamos a notar en nuestros músculos el cansancio de horas tras horas de levitación. De mi mente se escapaban aquellos miles de pensamientos que hacía horas transcurrían a la velocidad de la luz a través de mí. Pisábamos asfalto, echamos una mirada atrás y vi como todos los árboles se despedían de mí contoneándose. Mis brazos ya no flotaban como si en lugar de llevar oxígeno en las venas fuera helio lo que se transportaba a través de ellas, mi cuerpo había recobrado su peso; pero tal vez fue todo aquello demasiado que considerar para mi cerebro. El camino fue largo, cinco minutos se hacían quince, cien metros se hacían setecientos, y sin saber muy bien cómo ni cuándo, empecé a temer por todo. Él y ella aparentemente ya habían regresado, yo todavía estaba volando por Andrómeda. Todas las personas centraban su mirada en mí, todo me acechaba y me asustaba, estaba sumido en un espeso fango de agonía, en una dimensión extraña de tinieblas pululantes. Nada me ilusionaba y todo era malo y violento, me asustaba el hecho de no regresar, de haber descubierto un sentido mucho más pesimista de la existencia que no había imaginado antes, estaba solo, más solo de lo que nunca me sentí porque ni siquiera podía contar con mi sentido común ya que este yacía desangrado a las puertas de mi intelecto. Horas después llegó la calma, y aprendí una complicada lección, sé que estuve de pie frente a la mayor inmensidad que un ser humano puede concebir: el propio cosmos y la idea de su concepción, un gigante de hierro, un sol oscuro, un martillo incesante que a base de golpes que propagan la muerte continúa dando cuerda al engranaje infinito del universo.

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