Una noche con buenas expectativas más me había destinado a sufrir aquello que aparentemente llaman remordimientos del día después. Los esfuerzos que hacía por tragar el sonido de sus jadeos me parecieron inútiles frente al ruido que nuestras lenguas provocaban (en aquella asquerosa, oscura, mutilada y repleta habitación de personas inútiles) mientras peleaban por el mandato en ambas bocas aquella madrugada. No recuerdo demasiado: cuando me hube cansado, sin duda desestimado por el futuro próximo que me aguardaba; absolutamente reproches y chistes en aquella jerga tan locuaz, guarde mi falo entre mis piernas y saqué mi mano de entre las suyas, por supuesto lucía húmeda y pestilente. Entre risas, porros y gritos (el alcohol había sido terminado o en su defecto derramado por el suelo en el que se apoyaba nuestro colchón) el resto de individuos presentes fingió no haber visto nada, no haber oído nada y no haber hablado acerca del asunto mientras aún nos movíamos bajo las sábanas. Yo estaba terriblemente colocado, creo que estaba seguro de haber actuado con discreción o de que ni siquiera me importaba haber llamado la atención de todos lo que interactuaban a nuestro alrededor.
Rato después de la función caí en la cuenta de que no había pensado en el suceso casi por una hora porque uno de los muchachos que ahora trataba de descansar en el mismo colchón en el que nos revolcamos como perros había sido molestado por otro de los borrachos que no contento con arruinarse la noche quiso también arruinar la de otro, todo desembocó en una pelea a voces en mitad de una calle estrecha y tranquila (otra más). Quizás pasó desapercibido el hecho de que quién generó tal disputa fui yo.
Supuse que la noche ya no guardaba nada bueno para mí tal vez porque estaba apunto de terminar o porque había superado con creces mi cupo de cagadas diarias. En cualquier caso recurrí al truco que todo borracho conserva para terminar una noche estrepitosa como una noche no tan estúpida, un último as en la manga. Así que cuando anduve solitario de vuelta a casa por las calles que me vieron crecer abrí mi manoseado y sucio paquete Chesterfield y me dispuse a sacar un húmedo y arrugado cigarrillo: el último que conservaba a esas alturas; mi as bajo la manga mientras me preguntaba si lo que había hecho algunas horas atrás había sido lo correcto.
Cuando a mediodía desperté en mi cama, atrapado entre las sábanas, aturdido y maloliente, no quise recordar sus dientes retorcidos, ni su pendiente en el pezón izquierdo, ni su vagina cuidadosamente afeitada como si se hubiese preparado exhaustivamente para tal acto imposible de predicar con anterioridad. Supongo que es terriblemente ridículo escribir sobre esta pequeña historia sobre todo pensando en la impresión que desencadenaría en alguno de los conocidos y amigos que estaban presentes el hecho de leer estas líneas, no fue nada especial ni representativo en absoluto, es sólo que a estas horas el aburrimiento desemboca en bajón y de algún modo tenía que distraerlo.
que bueno tio
ResponderEliminar