lunes, 5 de octubre de 2015

Todo lo que ves algún día fue robado.

Una mañana cualquiera de un día cualquiera un tipo cualquiera se despierta tendido sobre su cama por el estruendo que escupe su despertador, se incorpora sentándose con los pies apoyados en el suelo, abre el primer cajón de la mesilla y aun con los ojos pegados enciende un cigarrillo. Ha comprendido de una vez por todas que si vivir tiene sentido morir también, y en caso de que no lo tenga, ¿qué le impediría entonces saltar por el balcón? No es una opción que le interese, vive en un tercero, de hecho ni siquiera sabe lo que quiere, porque carece de toda ilusión y ni siquiera la tiene por la muerte. Él quiere poder querer y querer querer, pero ya no quiere absolutamente nada. Y se pregunta, ¿cómo iba a ser la muerte algo digno de evitar si tantas personas buscan en ella la liberación?

Se levanta, comienza a vestirse cuando todavía no ha amanecido, la noche es fría y él también. A duras penas se dirige al baño tambaleándose, con mucho vigor y poca puntería empapa su cara sobre la pila del lavabo con contundentes puñados de agua, en tiempos pretéritos se habría dado una ducha, pero ahora el hedor que rezumaba de sus axilas no parecía ser trascendente para él. La resolución satisfactoria de un nuevo día nunca se sintió tan lejana, el mundo es un lugar sin colores para alguien que sólo puede ver escalas grises.

"¡Ah, Christian! ¿En qué te has convertido?". Padre y cabeza de familia, bajo el peso de las obligaciones Christian aguanta el chaparrón suturando su odio hacia sí mismo. Él tiene una casa grande, una esposa que le idolatra y unos hijos que sacan buenas notas, por eso no se soporta, posee todo lo que en teoría hace feliz a un hombre, pero toda regla tiene sus excepciones.

Desayuna una manzanilla y un par de magdalenas a toda prisa como si fuera un animal de granja, no come, engulle. Para él no es más que un trámite, comer  es necesario para no desfallecer durante una agotadora jornada de trabajo, para evitar ardores monumentales como pirámides. Abrocha el último botón de su camisa, coge su maletín y las llaves del coche y cierra la puerta suavemente para que ni sus hijos ni su mujer se despierten. El cielo está nublado, hoy volverá a llover y no ha cogido paraguas. Inserta las llaves en el contacto, la maquinaria cobra vida y Christian se dirige al trabajo, a ese purgatorio de miradas vacías, de clientes insatisfechos y excedentes a los que nadie da salida. La empresa va mal y hay que reducir plantilla, ya han despedido a varios empleados como él, su momento está cerca, lo huele. Christian mira a su jefe, lo contempla como el negro que observa al capataz de la plantación. Querría ser como él, desearía tener un traje mejor, un coche más caro y una mujer más joven, pero se pudre en el mismo puesto desde hace quince años.

Regresa al confort del hogar a la hora del almuerzo, su hijo menor no quiere comerse la verdura y discute con la madre, Christian le insta a que se trague de una vez esa mierda. Se deja caer en la cama como un torso sin vida revotando en el colchón, ni siquiera almuerza, prefiere dormir porque en menos de un par de horas le toca volver al curro. Logra conciliar el sueño entre los gritos que su esposa lanza al viento como una perturbada, no importan las paredes ni las puertas, él sigue escuchándola. Hubo una época no hace tanto en la que ella, Sara, era una joven inexperta en el amor, con las mejillas rosas y un buen culo prieto, con un sentido del humor que haría destornillarse al propio mártir en la cruz. Ahora Sara no era más que una amalgama mal entendida de lo que fue años atrás, ¿qué fue de sus chistes, de su necesidad por ver lucir una sonrisa en los labios de su esposo, de su grandilocuencia para disfrazar malas noticias en pequeños altercados? Todos aquellos detalles se habían esfumado en la penumbra del tiempo. ¿Cuándo cambió todo?, ¿en qué momento su Edén particular se había transformado en el infierno de Dante?

Vuelve al trabajo y se queda haciendo horas extras, de regreso pasa por delante de una tienda de instrumentos musicales ya cerrada. A través del cristal transparente del escaparate observa una guitarra eléctrica que permanece inmóvil de pie apoyada en un soporte, luce brillante y frágil. Examina sus recuerdos por medio del instrumento, cierra los ojos y ve imágenes proyectadas en formato Super8 en las paredes interiores de sus párpados de sí mismo improvisando en un garaje con su banda, tocando en un cuchitril sucio y poco alumbrado... Se lamenta de no haber exprimido cada momento, de dejar los buenos tiempos correr y contemplar con pasividad a su vitalidad marchitar. Se arrepiente, pero arrepentirse no es más que un acto de rectificación tardío, y lo que ya ha pasado no se puede cambiar, tan sólo las repercusiones de aquello que aparentemente hicimos mal. Sin embargo aunque esto debería librarle de todo peso ese es el motivo fundamental por el que mira atrás con recelo y esgrimiendo leves sonrisas pensando en los pudo ser pero no fue. Pero él sabe que el tiempo no sólo desmiembra recuerdos para hacerlos más acogedores e idílicos inclinando aún más la balanza a favor de la nostalgia, sino que también trastorna drásticamente la resolución de nuestros actos e intereses. Así que enciende un cigarrillo y lo comparte con el viento mientras camina en dirección a su coche.

Una mañana más Christian se despierta antes del amanecer, emerge de su capullo de sábanas sudadas y se dirige al trabajo, después vuelve a casa, come algo si le da tiempo y duerme una breve siesta para enseguida volver a sus obligaciones. Día tras día sin tregua, incluso en los fines de semana tiene que hacer esfuerzos extras para la empresa. Esa empresa, ah, que le ha tenido tantos años sentado en la misma andrajosa silla, en el mismo destartalado escritorio con un ordenador desfasado y bolígrafos que no escriben, rodeado de oficinistas necios que no ven nada más allá de sus nóminas, de secretarias rechonchas que chismorrean a sus espaldas acerca de su mal aspecto. Para el negocio él no es más que mano de obra, un simple peón de un gran ajedrez, ni siquiera es relevante, podrían despedirlo y colocar a un pazguato como él en menos de una semana. El tipo que lo sustituyese podría ser incluso más feo y más tonto, lo suficiente hasta como para pagarle menos. Por eso él sabe que aunque no valga nada, que aunque la noticia de su dimisión no fuera lo suficientemente trascendental para su jefe como para esgrimir siquiera una mueca de descontento en su arrugada tez, no podía dejar el trabajo. Sí, Christian era un pobre esclavo.

Y como si fuera poco, como si la arrogancia de su destino no fuera ya lo bastante irritante, se ve forzado a lidiar a diario con las expectativas no cumplidas y con los impulsos reprimidos. Qué bello sería, ¿verdad?, estampar la enorme cabezota del jefe contra sus zapatos, hacer fracturar la nariz de aquel compañero que se mofó de él por las grandes marcas de sudor en su camisa que asomaban desde las axilas, ¿verdad? Cuando está en la calle caminando a toda prisa dando empujones y también recibiéndolos del resto de individuos estresados ya ni siquiera sabe si va o viene, si acude o regresa. Se cruza con esos exitosos hombres de negocios, con sus cigarrillos entre los dedos, sus dientes relucientes y carteras llenas de billetes y tarjetas de crédito. Los ve montar en sus deportivos de alta gama, consultar la hora en sus relojes suizos, tomar café a la salida de esos grandes edificios lujosos, conversar entre ellos mientras ríen. Él desearía tener todo aquello, que todos a su paso giraran la cabeza y sintieran en sus pechos la misma ansia que él siente cuando tiene tan cerca y a la vez tan lejos aquello que necesita con fervor.

Christian es preso del consumismo, está encerrado en un sistema creado únicamente con el fin de someter, que basa su poder en un simple juego: el consumismo. Dentro del mismo sistema económico la deuda y los intereses juegan el papel fundamental que ayudan a esclavizar a la gran mayoría, a toda esa multitud de personas normales y corrientes que cada mañana se levantan y acuden al trabajo para poder vivir, porque en dicho juego las reglas son simples: si no tienes dinero simple y llanamente te mueres. Pero efectivamente Christian no tenía ni la más mínima idea. También es extorsionado por la publicidad, ella le dicta sus gustos y necesidades, sus preferencias y pensamientos. El sistema monetario basa su progreso en la competencia individual, pero el progreso no tiene cabida en una sociedad enfocada al individualismo y el aislamiento. No había vía de desarrollo, el peso del sistema caía sobre los hombros de infelices como él con la intención de oprimir, domar, sojuzgar al hombre... Christian es un pobre diablo más, pero sueña con alcanzar un statu quo elitista. Jugar al golf, ir de tiendas sin preocuparse por el dinero, tomar té los domingos. Esas cosas.

Una mañana idéntica a las demás, perdida en mitad del mes una vez más Christian se despierta muy temprano. ¿Será esta la última? Se dirige al trabajo, pero no tiene un buen día. Pincha una rueda en el camino, llega tarde y para colmo su jefe le grita delante de toda la oficina por algo, algún motivo que suscitó en el rechoncho señor Pascual su ira, pero Christian era ajeno a eso. Tal vez se debía a su nefasto aspecto, a que nunca tenía conversación con el resto de compañeros o a que simplemente olía mal. Nadie en la oficina le soportaba, nadie quería tomar café con él mientras charlaban. Era un paria, y a la praxis él pensaba que no le venía tan mal. Sin embargo, esa mañana, mientras ordena dosieres y carpetas en un diminuto cuarto de menos de cuatro metros cuadrados, empieza a sentir opresión en el pecho y le cuesta respirar. Está sufriendo una cardiopatía isquémica, lo que corrientemente se conoce como una angina de pecho. Como consecuencia de tantos años de adicción al tabaco, de mala alimentación, de estrés absurdo y ansiedad, de abusos a su propio cuerpo en definitiva, su corazón cede. Padece de arteriosclerosis, un ensanchamiento de las paredes interiores de las arterias que riegan su corazón, taponadas por grasas y colesterol. Rápidamente cae redondo golpeándose la parte trasera de su cráneo con el vértice de uno de los ficheros, mientras permanece postrado ante la muerte sin que ningún otro compañero se percate, su vista se nubla cerrando poco a poco los párpados como persianas oxidadas. Entonces pierde el conocimiento.

Horas más tarde se despierta, a decir verdad no está seguro del tiempo que ha transcurrido tumbado en el frío suelo. Se incorpora con tesón cogiendo su pecho con una de sus manos, casi estrujando su piel, agarrándola como si fuera una prenda más que lleva puesta. Detrás de él y a través de toda su espalda un reguero de sangre empapa el suelo, su propia sangre. El dolor va progresivamente remitiendo, pero se toma varios minutos para descansar y enciende un pitillo mientras su culo regresa al pavimento. No es ni lo más sano ni lo más recomendable, dentro de la oficina está terminantemente prohibido fumar, ¿pero a quién carajos le importa? Una vez reunidas las fuerzas necesarias vuelve a levantarse y sale de la habitación, pero no ve a nadie en la oficina. ¿Qué pudo suceder? Tal vez un terremoto, un incendio, cualquier clase de catástrofe que hubiera ocurrido durante el lapso en el que había estado inconsciente, ¿quizás un simulacro? Obviamente, pensó, nadie había reparado en él, en el tonto y bobalicón Christian. No había a quién le importara en absoluto que muriera entre escombros, muchos de sus compañeros seguramente pensarían que no merece un entierro más digno.

Ni en los despachos, ni en los servicios, ni en los pasillos... Ni un alma en todo el edificio, ni siquiera en el resto de oficinas de otras empresas. Sin embargo todo seguía en perfecto orden: ningún papel en el suelo, ningún mueble volcado, ningún mínimo indicio de que algo realmente calamitoso hubiese sucedido. Salió afuera del edificio, tampoco en la calle. Fue una realidad que se hizo más palpable a cada paso que avanzaba. Los vehículos vacíos estaban en mitad de la calzada, parados alrededor de una rotonda o esperando detrás del semáforo que aún seguía brillando intercalando luces rojas, verdes y naranjas. Fue espantoso, presenciar tan mudo y abominable manifiesto, se sintió como el único organismo vivo sobre la faz del planeta o tal vez en el Universo entero. Todo era yerto y sin vida o al menos eso le parecía, aunque las fuentes siguieran expulsando agua, las farolas alumbrando y los neones de los locales de copas brillando.

¿Qué clase de desgracia era esta, que mantuviera tal absurdo orden y escondiera tan enorme caos encerrado dentro de los límites de la cordura humana? Por unos minutos fue presa del pánico, corrió aterrado de bar en bar, tienda por tienda, tratando no sólo de encontrar a otras personas, sino un simple motivo, tan sólo un vestigio de vida humana. Aporreando puertas de viviendas, gritando hacia el cielo, llamando desconsoladamente a amigos y familiares recibiendo por consiguiente la única respuesta posible: el incesable pitido de la línea de teléfono indicando que al otro lado nadie responderá. Se dirige a casa, andando, ya que no podría maniobrar por las calles con cientos de coches parados en mitad de la carretera. Cuando llega más de lo mismo, absolutamente ninguna persona.

Su mujer ya no está, sus hijos ya no están. Todo en lo que creía está muerto, quizás sea él quién está muerto. Da vueltas por la ciudad, busca bajo los puentes, en las vías de tren del extrarradio de la ciudad, en los grandes centros comerciales. Pero nada. Y entonces ve los coches de lujo, los chalets a primera línea de playa, las tiendas de ropa de marca no apta para perdedores como él, y piensa que todo eso ya es suyo, que ya no necesita deslomarse de siete a tres y de cinco a nueve cada día para tener el traje que siempre ha querido o llevar a cabo el viaje de sus sueños.

Todo aquello sin embargo no le sirve para nada, porque por primera vez en su vida se percató de que las posesiones materiales son efímeras como polvo en el viento. ¿Cuánto pagarías por el amor a tus seres queridos o la congoja previa al beso?, todos esos factores únicos no tienen precio justamente porque el dinero no puede pagarlos. Aprendió que todo lo realmente necesario ni se compra ni se vende.

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