martes, 8 de diciembre de 2015

Mi libertad acaba en el momento en el que por imposición me levanto del sofá para hacer algo que no me apetece en absoluto. Soy un adicto, lo sé, no hay nada que admitir porque no es una desgracia, nadie lo implantó en mí, yo lo elegí. Supongo que quería evadirme, inhalar humo blanco y que las penas claudicasen, era una dulce esperanza que a ratos funcionó y todavía da resultados. Veo rostros familiares, amigos con los que he convivido años y después de dos décadas me parecen extraños, pienso en ellos y me sorprendo al ver que ya no son esos críos con los que jugaba; ahora son respetables hombres que estudian carreras y tienen carro propio. ¿Y yo?, bueno, yo estoy aquí escribiendo a la nada. Pero no quiero parecerme a ellos, no me gustaría en absoluto; ni vestir sus jerséis ni sus camisas, ni lucir sus sonrisas perfectas de Instagram, ni pasear con sus novias expertas en posar bien para las fotos. Observo los restos que permanecen y es como si me sintiera un niño que perdió la infancia asimilando lo que correspondía ser un adulto con sus horarios, sus obligaciones y sus miedos. Aún sigo asustado y no me apetece llorar estos días tan sólo por el desahogo, por deshidratarme un poco y darme a mí mismo toqueticos en la espalda a modo de consuelo "sólo un esfuerzo más". En ocasiones pienso que la vida acabará consumiéndome antes de que aprenda a montarla, antes de que sepa domar mis preocupaciones.

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