lunes, 21 de diciembre de 2015

Y entonces, cuando la gravedad del asunto es lo suficientemente fuerte como para absorber cualquier haz de luz que las cosas buenas desprendan, sólo entonces, trinco la botella y ella me hace feliz. A veces vino, otras whisky, ron o incluso vodka, no me importa su nombre mientras me emborrache; me quedo en casa toda la noche contemplando el parpadear de las luces de la ciudad a muchos kilómetros de distancia a través de los barrotes de mi ventana como si fuera un pajarillo, después salgo a la calle justo antes de que el Sol vuelva a nacer y el mundo parece un lugar mejor. A continuación todo se pone en marcha: los niños pequeños van al colegio acompañados por sus madres, los adultos van a sus trabajos de mierda dentro de sus carros soltando humos tóxicos y los ancianos van a rehabilitación aguardando acaso la extrema unción. Es como si la ciudad despertase mientras yo permanezco dormido, sentado sobre adoquines apoyado en la pared entre orines y vómitos preguntándome si merezco algo mejor. Obviamente no. He perdido algunos trabajos, amigos, familiares e incluso personas a las que amé, sin duda la botella es una afición bastante sacrificada.

Una vez oí decir a una persona una consideración de lo más descortés, pero innegablemente cierta, y es que todos los alcohólicos somos unos borrachos. Mi padre lo era y su padre antes que él, ¿quién soy yo para cortar de cuajo el legado de una estirpe que se extiende ya por generaciones? Él me daba duro, llegaba del curro estresado, sobre todo cuando no le fiaban más en el bar, y ni siquiera le era necesario estar colocado para encontrar una buena excusa para endiñarme. Por eso yo no tengo hijos, ¿qué alcohólico hijo de un alcohólico podría ser un buen padre?

La primera vez que probé el alcohol tuve miedo de transformarme y de un momento a otro pasar a ser un enfermo, pero no pude frenar la curiosidad, pensé, si bebo tanto como bebe él tal vez logre entender el motivo por el que me odia. Él ni siquiera me odiaba, se odiaba a sí mismo, aunque llegué a dicha conclusión demasiado tarde.

Y entonces, cuando los problemas y las obligaciones del día a día pesan más que las ilusiones de un nuevo y próspero futuro otorgado por Dios, sólo entonces, trinco la botella y ella me hace feliz. No importan un carajo las facturas, ni la cita del dentista, ni la reunión de primera hora con el jefe: lo único que deseo es seguir nadando en cerveza. Me quedo deambulando por las calles toda la noche en cuanto el Sol muere, y los yonquis convulsionan en el suelo por un pico, y los adolescentes huyen de la policía por un par de porros y las personas con porvenir descansan en sus hogares plácidamente resistiéndose a la tentación de mandarlo todo a la mierda. Es como si la ciudad durmiese mientras yo continúo despierto sobre el pavimento adheriéndome a él como un chicle preguntándome si alguna vez llegué a plantearme la posibilidad de ser lo que soy hoy. Obviamente no. He perdido muchas cosas pero no las ganas de vivir, porque un drogadicto jamás abandona su hábito, y el mío es persistir.

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