miércoles, 24 de agosto de 2016

La mosca de los cojones

Fue muy tarde durante la noche, como a eso de las cuatro o cinco de la madrugada. Estaba yo tumbado en el sofá agustito en mi lecho de ácaros, liando un cigarrillo, cuando una gigantesca mosca entró zumbando por los ventanales de la terraza, una de esas moscas enormes que se posan sobre las jugosas majadas de perros espantando a las demás coronándose reinas de la mierda. Lo primero que hizo fue ir a por la luz, se chocaba contra la bombilla, no parecía que le sentara muy bien. Siempre me pregunté qué es lo que tienen los bichos con las bombillas y con la luz artificial en general, qué les satisface tanto. Aunque no veo satisfacción realmente, sino animales comportándose como yonquis. Hay algo en las luces que fabricamos que para los insectos es como para los humanos las drogas, se arremolinan alrededor de ellas sin ni siquiera planteárselo y les mata lenta y progresivamente. Iba de un lado a otro de la habitación dándose golpes con el gotelé de la pared, eran rudas embestidas para un organismo tan ridículo. Oía sus choques, una y otra vez, y la veía moverse a lo largo y ancho de la sala. Maldita sea, ese repugnante bichejo que se alimenta de la porquería me estaba jodiendo la noche. 

Me levanté para coger el insecticida, cuando volví a la habitación ya no se escuchaba nada. Caminé despacio y entonces volví a divisarla, por unos instantes se había demorado para descansar sobre el marco de un cuadro. De nuevo hizo toda clase de movimientos, yo la seguía con la mirada apuntando con la boquilla del aerosol el recorrido que hacía tratando de anticiparme. Era bastante difícil de predecir así que simplemente solté una nube de gas tóxico alrededor de la lámpara cuando se encontraba pululando a su alrededor en círculos. Hizo un ademán de volver a toda hostia por donde había venido, pero enseguida regresó empujada por la insaciable sed de luz. Yo seguí soltando todo ese veneno en el aire hasta que cayó sobre la mesa de cristal, ahora se escuchaba más que nunca el zumbido de sus alas retumbando contra el cristal. Siguió así por casi un minuto. Yo la observaba, maldita bastarda, y no sentía piedad o arrepentimiento. Cuando dejó de batir sus alas algo dentro de mí lo celebró con champán y confetis, por fin podría ver Mr. Robot tranquilo. Ya no vas a joderme más, hija de mil putas.

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