lunes, 7 de septiembre de 2015

toda esa mierda

Al filo del acantilado traté de encontrar un sentido escudriñando durante mis últimos instantes de cordura una solución, un motivo que me hiciera desfallecer en mi propósito por insignificante que fuera, por tornadiza que resultara su naturaleza. Recordé con ansia en el pecho los viejos días en la escuela de arte sin un amigo de verdad, sin ningún confidente real. Me levantaba por las mañanas con la humedad calando mis cuatro capas de ropa, con la garganta entumecida por el frío que durante la noche abrazaba mi cuello, y me preguntaba ¿se puede ser más infeliz? Obviamente sí, y no es que llegara a tal conclusión debido a la corriente de mis propios sentimientos, no, llegué a ella simplemente mirando a mi alrededor. Entonces vi la melancolía en los rostros de las personas, en sus gestos, en sus palabras, en sus pasos... no había que buscar lejos, estaba allí mismo.

Hice un cálculo aproximado, ¿si por todos los momentos de bajón hubiera siempre una sonrisa en las caras de la gente el mundo sería un lugar mejor? Definí que el verdadero problema de la ecuación, la variante original no era ni las carcajadas, ni los llantos, ni los orgasmos; sino la pretensión de cada individuo por ver reflejado su entusiasmo en los ojos del prójimo. Qué triste, que todos traten de ser egoístas, y que su codicia les ciegue, que no se den cuenta de que el verdadero egoísmo ambiciona el amor de las personas que ama, su felicidad, su gratitud, su gozo.

Camino despechado bajo el innegable lema NO CONFÍES EN NADIE, pues nadie puede salvarte realmente de ti mismo salvo tú, pero sí hundirte en el fango mejor y más rápido de lo que podrías hacer jamás.

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