martes, 9 de febrero de 2016

Me gusta el ambiente de los hospitales, antes de conocerlos desde dentro me parecían fríos y hostiles, ahora me parecen tranquilos y seguros. Puedes pasear entre los pasillos a altas horas de la madrugada deambulando entre la oscuridad, esto suele asustarme, pero cuando camino con los pies descalzos sobre el suelo pienso en que los espíritus de los recientemente fallecidos seguro tienen asuntos mejores a los que prestar atención antes que asustar a un gilipollas enfermo. Allá dónde estés, en una habitación o en un quirófano, sientes compañía, siempre tienes la seguridad de que al otro de la pared se encuentra otro pobre diablo como tú sufriendo, esperando su momento con un catéter a través de la uretra succionando orina. Gracias a los hospitales he perdido el miedo, ya no puedo verlo porque el resplandor de la muerte me dejó ciego, por eso oteo por la ventana y siento paz. Me he hecho inmune al mirar a los ojos casi muertos en los cuerpos aún palpitantes de menudos hombrecillos viejos que descansan sobre sábanas blancas, al escuchar el desgarrador llanto de un bebé que rebosa vida mientras el cuerpo de su madre permanece yerto sin pulsaciones.

Esta mañana cuando desperté me faltaba un brazo, tengo cáncer óseo, más concretamente un osteosarcoma. No es que no me joda haber perdido una extremidad, pero me gusta pensar que aún puedo andar y es mucho más de lo que otros pueden decir. Y aunque ya nunca más voy a poder montar en moto, liarme un porro o tocar un culo a dos manos no estoy triste porque al menos no soy guitarrista, ni hago remo, por lo que ninguna de mis pasiones se ha visto frustrada. Muchos pensarán que quien no se consuela es porque no quiere.

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