jueves, 21 de abril de 2016

Puedo acobardarme ante la ilusión y la posibilidad destructora implícita que conlleva, pero no puedo negar la evidencia, he estado haciendo el idiota. Nada es tan bueno fuera de mi cabeza como lo imagino dentro de ella, supongo que si fuera destino ya habría ocurrido, soy un tipo sin esperanza. Camino de un lugar a otro y durante el recorrido me suceden cosas, capítulos del diario de navegación de un barco cuya travesía finaliza en el fondo del océano, y vuelvo a creer, vuelvo a sonrojarme, la vida me lo demuestra, hay que actuar como si estuvieras en un estado constante de enamoramiento súbito en el que todos tus actos desprenden luminosidad. Patético, ¿cierto?

Algunos me miran mal, ni siquiera por mucho tiempo, echan un corto vistazo y toman conclusiones; supongo que les parezco un loco, un quiero y no puedo del arquetipo de chaval enrollado encarnado por un tonto sin remedio. Yo nunca quise formar parte del juego, nunca quise ser el macho alfa, lo mío siempre fue ver, oír y callar y de vez en cuando dar la nota con los míos. Más allá de eso no critico el comportamiento animal, pero algunas clases de personas me hacen preguntarme si vivimos con todas las desventajas que otorga la inteligencia, los instintos y la ignorancia en lugar de ser al contrario. Supongo que el resto de especies nos ven como pobres animales aciagos que buscan el confort en placeres muertos.

La mayoría de desgracias que me ocurren ya no me afectan como antes, siento un leve pinchazo y enseguida la soledad de mis pensamientos me devuelve a la razón y contemplo todos mis pesares como la sentencia de una red inalámbrica de conexiones que interactúan entre sí dando forma a mis sentimientos. Todo lo que hay en mí puede expresarse con dígitos, me digo, la tristeza o la ira son sólo reacciones químicas en mi cerebro, me repito.

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