domingo, 1 de noviembre de 2015

Secretos profundamente guardados en las esquinas del alma, ¿acaso una maldición no puede convertirse en bendición si te inspira?

Así paso los días, y a decir verdad no sabría definir la diferencia esencial entre uno alegre y otro triste. No se debe a la falta de droga, ya ni siquiera me preocupa tener algo que fumar, los buenos tiempos en los que quemaba mi salud se han ido; ahora quiero hacer algo nuevo, pero sin pasarme. A veces me gustaría ser egoísta y cuadrarme delante de ti, yo qué sé, a ver qué ocurre. Pero me aterra presuponer que te merezco y el hecho de pensar algo así me hace sentir como un completo gilipollas sin esperanzas. Por eso no sé si soy un esbirro de la melancolía o el destinatario de la buena fortuna. Aun así me digo, qué coño, no hay nada que perder, y aunque sí que lo hay en ocasiones es bueno vendarse uno mismo los ojos y caminar recto con los brazos extendidos.

Me creen un loco, lo sé, mi familia me cree un loco, y lo entiendo. Es la penitencia que acepté, la de aguantar el sofoco jornada tras jornada, la de ahogar las penurias en espeso humo, la de esperar el irremediable día en el que regrese a mí, la de que me llamen vago (aunque esta última sea bastante acertada). Algunos hombres nacimos escritores, no fabricamos cigarrillos, no proporcionamos energía eléctrica, no pegamos tiros; sólo escribimos. No puedo culpar a mi padre, que absorbido por las corrientes sociales, culturales y animales creó una familia de la que ahora es preso. Facturas que pagar, responsabilidades que cumplir y tres bocas que alimentar, ah, qué triste.

Puedo llegar a entender cada mueca de descontento en sus caras cuando con absorta frivolidad les digo adiós mientras ellos me acercan de nuevo con el brazo con el que me repudiaban hace no tanto, como si no importaran estos años juntos, las risas, los excesos y los abrazos cómplices de buenos amigos. Pero no hay amistad real que florezca entre la fronda de la vanidad, cuando todos buscan ser los mejores apoyándose en los cuerpos sin vida de muchachos rezagados que no supieron adaptarse; no hay amor en la tierra en la que sembraron la muerte. Ahora son altas secuoyas que con sus densas copas impiden el paso de los rayos del Sol, asesinando toda esperanza de compañerismo y piedad humana. Un agridulce ciclo que acepto con resignación.

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