martes, 16 de junio de 2015

Estuve por un tiempo rodeado de necios aislado de la realidad y sumergido en promesas de un futuro lejano que jamás llegaría, pero eso aún no lo sabía. Seis horas diarias encerrado en un gran edificio compartiendo penitencia y agravio con descerebrados y algunas mentes puras que acabaron negras y deshidratadas como resultado del encarcelamiento mental al que se vieron sometidas. Más tarde volví a intentarlo con su consecuente caída, aprendí que toda acción guarda un porvenir esperanzador que evoca una reacción opuesta o compatible con el fin con el que emprendimos. Con la misma fuerza con la que salté la gravedad me lo pagó caro empujándome hacia el suelo, mis tobillos se fracturaron y por meses volví a arrastrarme regodeándome en mis fracasos. Por último perdí la esperanza en otro inerte lugar que ni siquiera me dio la sorpresa de una inesperada decepción, tan sólo el frío y duro invierno y mañanas desperdiciadas consumiendo en ayunas. Después de todo aquello pensé haber tocado fondo, otra vez, y que ni siquiera el hambre ni la pobreza podrían salvarme jamás de la desidia y la desilusión tan propias de un fracasado como yo.

A pesar de todo a día de hoy todos aquellos tropiezos me congratulan, y no hay nada que deseara cambiar, porque si no fuera así estaría escupiendo sobre los cimientos que hoy me hacen permanecer de una pieza. No hay nada como el privilegio de ser uno mismo frente a las imposiciones convencionales que la mayoría implanta en nosotros, cortando el viento con los pliegues de mi piel suturada, ardiendo despechado de las demás personas que infectan sin comerlo ni beberlo el aire que respiramos.

1 comentario:

  1. De los fracasos se aprende, se va estrechando el camino, lo único que sirve es no tener esperanza, pues es lo que nos hace saber que hemos fracasado, aunque por ahora imposible espero que sea alcanzable. Quizás la solución fuese ser por siempre niños.

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