sábado, 6 de junio de 2015

Llorar cagando o cortar tu propia piel con exactitud, dibujando un perfecto esquema de la vida y de la muerte, deseando haberte ido como llegaste o permanecer del mismo modo entre sufrimiento y tropelías grandes como universos vírgenes en los que la destrucción y el caos ya no acontecen.

El mío es el único océano de ojos, rojos por la droga y la exposición alargada a luces fluorescentes en noches demasiado densas como para que los reflejos de buenas vivencias penetren en ellas. El mundo está podrido, todo aquello que desean piensan alcanzarán en algún momento de sus deplorables vidas son quimeras: el futuro no existe para nadie, sólo que ellos no lo saben. Sus expectativas son creaciones (que tan sólo coexisten realmente en el reino de los pensamientos) que con efectiva frecuencia devalúan con inexactitud sus futuras experiencias reales, brutalmente sometidos a nuestros sueños de cartón.

Espesas gotas de dolor coagulado que los que no quieren ver creen verdadero amor bajo la excusa de que el amor siempre es sufrimiento, ese amor de banderas rotas que los acompaña a la muerte. ¿De qué vale, me pregunto, amar de ese modo? El primer paso en la felicidad es creerse merecedor de la dicha, y además querer alcanzarla. Reivindiquemos el todo, nunca se sabe en qué lugar ni momento alguien puede estar dispuesto a compartir la pobreza de nuestros bolsillos y la clarividencia de nuestras mentes. No importa lo que uno piense, un espíritu pobre siempre se sentirá triste si es lo que su alrededor le dice que tiene que hacer.

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