miércoles, 10 de junio de 2015

Por encima de todo un aliento sopla en mi nuca, este me empuja a seguir. Desistir en mi agotadora tarea sería como renunciar a lo único que tengo, mi don y mi maldición. A menudo pienso, que si dios existe tan sólo lo hace en su eterno egoísmo, fuente de toda la creación y por la que estamos vivos; un impetuoso deseo. Ah, y no sabría decir, si entre las paredes de mi cráneo se fragua un mensaje que nunca fue entregado al mundo o la penitencia más absurda jamás autoimpuesta. Pero, ¿acaso a través de los eones nadie reparó en el hecho de que a los visionarios se les tacha de locos por poseer perspectivas diferentes? Por ello cuando escribo, siento y admiro acerca de la belleza impoluta de nuestro ser es como aproximarme a un vacío aterrador al que me siento tentado de saltar, tal vez simplemente porque soy capaz.

Lo que el futuro me depara no es de mi incumbencia, sino del caos y la casualidad que dan impulso al tic-tac del universo que nunca sucumbe. Somos engranajes diminutos de una aparente gran maquinaria que jamás cesará, aunque esta es una afirmación resulta demasiado soberbia para un simple suspiro en la eternidad. 

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